Es mucho más fácil inventarse historias que hablar de uno mismo, y probablemente lo que voy explicar ahora no le interese a nadie pero, llegados a este punto y casi sin quererlo, por puro azar, azar del bueno eso sí, me veo obligado a llenar con palabras una página que se llama “Biografía”. Como en el aspecto literario aún no tengo una holgada trayectoria con la que completar este espacio, os voy a contar las cuatro cosas en las que he gastado mi vida, justo ahora, cuando con un poco de suerte ha llegado a su ecuador.
Nací en Avilés en 1978, así que no, ya no cumplo los cuarenta, y los primeros años de mi niñez los pasé corriendo por las calles de la vecina Versalles. No la de París, sino la de la Curtidora, la del Marcos del Torniello, la del primer RATO en el que toda la comarca acudía a comprar el electrodoméstico de turno, algo que seguro poco tenía que ver con lo que se vende ahora —me vienen a la cabeza esas fantásticas aspiradoras con las que incluso puedes mantener una distendida charla mientras te sientas a ver la tele, pero con las piernas en alto para que no te enganche los pies de la que pasa—. Fueron buenos años, aunque tengo que confesar que puede que los vea buenos porque la memoria tiene esas cosas, que a medida que pasa el tiempo, salvo por catástrofe sentimental, y de esas también tengo alguna, acostumbra a guardar solo lo bueno; y antes de los nueve, ¿qué puede haber mejor que una infancia, algo enfermiza eso sí, pero correteando feliz por el barrio con los amigos? Entre los recuerdos buenos uno se me ha quedado grabado de manera especial, y es el día en el que Patri, mi hermana, llegó a la familia. Me hace gracia recordar como lloré cuando me dijeron que tenía que compartir mi espacio vital con una niña, y la alegría que me asoló cuando entró mi madre en casa con ella en brazos. Ahora no sabría que hacer sin ella.
Los que sí que fueron buenos fueron los siguientes, y de esos por suerte guardo tantos recuerdos que podría escribir un libro. Uno de los gordos, y quizás algún día lo haga. Por motivos laborales, los del cabeza de familia, justo a punto de cumplir los nueve nos encontrábamos viviendo en Raíces Nuevo, Castrillón. Si algo tiene Raíces, y tal vez por eso puedo asegurar que aquella época fue memorable, es que esta diminuta población encarna la definición exacta del “barrio por excelencia”, a saber: “conjunto de edificios, algunos incluso sin ascensor, en el que los niños se pasan la mayor parte de su tiempo libre —y en aquella época era mucho— tirados en la calle esperando a que su madre se asome a la ventana y grite algo así como: «¡¡¡¡Kiko!!!! ¡¡¡¡A cenar!!!!» Qué bien lo pasábamos… No voy a enrollarme mucho en esta parte, bueno, ni en esta ni en ninguna, porque seguramente no tendría bastante con una página y además no me apetece ponerme nostálgico, pero diré que hasta los casi veinte que me mudé del barrio tanto a mi como a mi hermana Patri nunca nos faltó de nada, y ahí el mérito de mis padres, Mari y Paco, porque como en todas las familias siempre hubo épocas difíciles, y cuando me fui de casa lo hice ya hecho un paisano, con oficio y con beneficio. !Buen trabajo mamá!, te quiero.
Fue al final de esa etapa en la que conocí a Mayte, mi mujer. Ella, como en mi caso, también viene de barrio y seguramente que ese sea uno más de los motivos por el que siempre nos hemos entendido bien; aunque ella vivía en Oviedo que no es lo mismo —vale, tampoco será para tanto y probablemente todos los barrios sean iguales, pero es que en Raíces, por eso del anticentralismo, de niños mirábamos a los de la capital con cierto recelo, qué le vamos a hacer—. No sé ni cuantos años llevamos juntos ya, una barbaridad para estos días, pero me enorgullece decir que a pesar de las vueltas que hemos dado por nuestra media vida, nunca hemos mantenido una discusión que nos llevase a estar enfadados más allá de las dos horas, y eso, más el respeto, me hace pensar que, pase lo que pase, mi destino hasta el fin de mis días no se apartará del suyo ni un solo centímetro.
Después de aquella época creciendo con la pandilla vinieron los años de maduración, personal y profesional. Algo más de un año en Orgaz, un pequeño y maravilloso pueblo de Toledo, y casi cinco en Burgos capital. De ambos sitios guardo también un pedacito en el corazón, y grandes amigos de los que sé que aunque pase el tiempo nunca llegaré a desprenderme. Aquí también podría extenderme, pero prefiero solamente decir que gracias a ese grupo de gente de la que hablo siempre me he sentido como en mi propia casa, a pesar de los 42 grados del tórrido verano manchego, o de los insufribles 10 bajo cero de las heladas tierras del Cid Campeador en invierno. Ahora lo miro desde la distancia y casi me río, pero es justo lo contrario a lo que hacía cuando durante dos meses en Orgaz tenía que dormir con la estimable compañía de un ventilador de pie situado a diez centímetros de mi cara, o cuando corría en Burgos al Carrefour en octubre —sí, en octubre, lo he dicho bien— a comprar anticongelante para el depósito del limpiaparabrisas antes de que se agotara.
Finalmente en el 2008 regresamos a la tierrina. Y digo finalmente, porque creo que ya será difícil que algo me mueva de aquí. Qué tendrá esta Asturias… Tal vez sea el olor a salitre de las mañanas de verano que una vez que te penetra las fosas nasales se te queda en el cerebro para siempre, pero como dice la canción de Melendi, “cuanto más lejos estoy, más asturiano me siento”. Y es que es verdad, porque reconozco que mientras vivía fuera, más al sur de la cordillera, no dejaba de mirar hacia arriba con añoranza, y con la esperanza también de terminar regresando algún día a dejar que mis huesos se encogieran poco a poco con esta perpetua humedad tan nuestra.
Antes de acabar voy a remarcar dos años en este pequeño resumen de mi vida:
Uno el 2007. He intentado olvidar ese año, borrarlo de mi pasado, hacer que desapareciera para siempre, pero no puedo. Bueno, no sé si no puedo o inconscientemente no quiero, pero creo que es injusto que después de tantos años de amor incondicional, de buenos consejos, de inspiración constante, alguien en quien soñabas verte reflejado en el futuro se vaya de golpe y antes de tiempo, no le tocaba; y ahora, cuanto ya ha pasado más de una década, todavía te despiertes a veces por la mañana con la sensación de haber pasado la noche entera en el hospital tratando de darle ánimos para hacer más llevadera su enfermedad, justo algo que no pudiste hacer en su momento por estar viviendo lejos. En fin…
El otro año que quiero destacar es el 2009. Ese fue precisamente el año en el que nació Lucía y por extensión, el mismo año en el que yo volví a nacer. Volví a nacer de nuevo, porque fue entonces cuando comprendí de veras mi objetivo en esta vida, que no es otro que cuidar de esta pequeña para que nunca le falte de nada, y darle todo el cariño que siempre me dieron a mí mis padres. Igual alguien pensará que dentro de unos años me veré obligado a cambiar esta parte «Lucía ya no será tan pequeña» —dirán—. Sin embargo estoy convencido de que no lo haré, porque ella será mi pequeña aunque tenga sesenta años y yo sea un ancianito de noventa, si es que entonces aún sigo aquí para contarlo.
Poco más ya. Solo decir que ahora, a mis cuarenta, bendita crisis, me ha dado por ponerme a contar historias y parece que le he cogido el tranquillo. Además confieso que me encanta, así que aunque llegue algún día en el que nadie las lea, creo que ya no seré capaz de dejar de hacerlo.