El llanto de los girasoles

CAPÍTULO 1

 

El cristal del espejo roto le estaba regalando una imagen de paz embriagadora. Tumbado sobre el costado izquierdo, con la cabeza apoyada en la palma de la mano usando el antebrazo como pilar, Nathan contemplaba absorto el reflejo de la mujer más hermosa con la que jamás había estado. Ella dormía plácida y desnuda, también de lado, y se dejaba acariciar por la yema de los dedos del hombre que se encontraba acostado a su espalda.

La luz, muy débil, provenía del resplandor de una noche de luna llena que aún no había finalizado y se colaba por las rendijas de los tablones mal alineados en la pared del cobertizo. Aun así, el cuadro lucía soberbio. Un contorno de curvas bien definidas envuelto en la piel tersa de una mujer que se resistía a abandonar la juventud, morena y curtida con delicadeza. Un rostro hermoso, determinado, con los ojos cerrados y la melena azabache ondulada que le caía hasta los hombros.

Nathan se había quedado prendado de ella desde el primer día. Una mañana de hacía dos semanas, cuando aterrizó en la pensión y la chica salió a recibirlo con la blusa completamente empapada. Estaba sugerentemente enfadada después de pelearse con un enorme mastín que odiaba el baño más que cualquier otra cosa en el mundo. Aquel caluroso día, al asomar por la puerta del restaurante y sin mediar palabra, ambos cruzaron la mirada durante un largo y tenso minuto que a Nathan le pareció eterno.

Ahora la tenía a su lado durmiendo de costado después de una noche de pasión, y los mismos pechos que aquel día se insinuaban detrás del tejido se mostraban desnudos en la fotografía que revelaba el espejo. No podía dejar de contemplar la imagen, y al mismo tiempo jugaba con los dedos de su mano a dibujar con sutileza el contorno. Recorría en un suave vals, de arriba abajo, ahorcando su figura con el brazo que lanzaba desde su espalda, todos los poros de la piel de la mujer. Desde su mejilla derecha hasta las rodillas, atreviéndose a marcar pasos más delicados cuando la pista de baile era la aureola de sus senos, o el vello oscuro del pubis encerrado entre las piernas que descansaban la una sobre la otra ligeramente flexionadas.  Todavía era de noche, y la fatiga que hacía rato se había adueñado de la chica y la vencía sumiéndola en un sosegado descanso comenzaba a apoderarse de él, a pesar de que se resistía con fuerzas a poner el punto final a la velada. Se encontraba hechizado, viajando con su mente a una dimensión paralela. Una en la que el tiempo se detenía para siempre y ellos dos se quedaban atrapados sin otra preocupación que disfrutar del momento en compañía.

Es cierto que la conciencia, azorada ahora por la distancia a su lugar de origen, la celebración empapada en alcohol y la recompensa obtenida por el desliz, le estaba lanzando tímidos dardos de realidad. Cada vez los sentía menos hirientes, pero aún le recordaban que aquello que hacía no estaba bien. Que tal vez había sobrepasado un límite a partir del cual el camino se volvería muy tortuoso y el retorno prácticamente absurdo por imposible. Incluso así, con esa ligera desazón por remordimiento limando sus entrañas, el placer aquella noche era tal que el resentimiento se volvía inocuo.

Nathan cambió la postura de su brazo izquierdo y pasó a colocarlo como cojín. Dejó la cabeza caer sobre él y situó su rostro a un par de centímetros del cabello de la chica. Buscaba empaparse antes de dormir de ese aroma a jabón natural desconocido hasta que llegó a la pensión, pero tan familiar más tarde. Sin remedio, una vez absorbido el aroma con profundidad, cerró los ojos y notó cómo su mente y su cuerpo se desvanecieron.

El cantar de un gallo lejano lo despertó tres horas más tarde, justo cuando las primeras luces del alba jugaban al escondite en el interior del cobertizo y un manto de polvo silencioso flotaba suspendido por toda la estancia aprovechando esas autopistas de claridad. Nathan abrió los ojos con dificultad, algo aturdido. Se hallaba en la misma postura en la que se había quedado dormido. Carmen, ausente, descansaba todavía a su lado dándole la espalda. Notó de nuevo el aroma a jabón que impregnaba su melena, y el tacto de su cuerpo seguía siendo cálido a pesar de que la temperatura bajaba unos cuantos grados por la mañana. Trató de adivinar la hora antes de moverse. Probablemente no eran más de las siete, a juzgar por ese juego de luces que llenaban el chamizo de sombras disformes, y la coral de los cientos de aves que se escuchaban por los alrededores saludando al alba.

Ella aún no se había despertado, incluso parecía que en ese momento dormía con mayor placidez. Nathan bajó la mirada y la perdió de nuevo en las líneas de su cuerpo, en la curva que dibujaba el final de la espalda y el inicio de las nalgas. Al contemplarla una vez más, no pudo resistirse a dejar su mano caer en ese punto en el que la cordura perdía enteros. Comenzó de nuevo a acariciarla, a cubrir con el tacto de la palma de la mano todo el contorno de sus muslos, de su trasero, de su cadera. Pronto notó cómo la ternura se disolvía en el aire y el delirio se adueñaba de sus intenciones, manifestándose en cuestión de segundos en forma de erección descontrolada. Se vio otra vez irremediablemente atrapado por el embrujo magnético. Estiró el brazo por encima de ella y con una firme contracción la atrajo hacia sí. Dejó que ahora fuese su falo erecto el que buscara las caricias con el roce de la piel de la chica, al mismo tiempo que la mano de ese brazo que servía de lazo buscaba sin discreción atrapar cualquiera de sus pechos. Nathan sintió su propio corazón agolparse en la garganta. El aire entraba y salía de sus pulmones de manera atolondrada, entrecortada. Se encontraba completamente excitado y solo conocía un remedio para ese mal tan placentero. Se separó unos centímetros y colocó su mano sobre el hombro de Carmen. Tiró de ella para hacer que se girara y poder despertarla con un beso en los labios. Estaba seguro de que iba a ser íntegramente recompensado.

Cuando el cuerpo de la mujer se hubo volteado, justo en el momento en el que se disponía a abalanzarse sobre ella, Nathan recibió un latigazo que provocó que todo el fulgor sexual que rezumaba su alma se desparramara por el suelo terroso del cobertizo. La sorpresa y el miedo fueron de tal envergadura, que sintió algo así como una mano invisible que lo atrapaba por la espalda y tiraba de él hasta arrojarlo a varios metros de distancia. Terminó sentado en el suelo, desnudo, con los ojos desorbitados y a punto de salir propulsados de sus cuencas.

Carmen seguía sin moverse, y en lugar de despertar con una complaciente sonrisa como él esperaba cuando tiro de ella para hacerla girar, se presentaba aún distraída, con los ojos cerrados, pero con una enorme tajada dibujada en la garganta. Una abertura de varios centímetros por la que manaba sangre de color rojo intenso. La misma sangre que horas antes corría acelerada por sus venas, cuando ambos se enredaban en un apasionado encuentro sexual.

Ahora esa sangre teñía la manta sobre la que yacía su cuerpo sin vida.

 

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