La Cava

Cae la tarde y el cielo abierto se va oscureciendo, despacio, con el mismo letargo con el que la brisa de poniente que peina el atlántico sur de la península se calma dando paso a una noche cálida. Una más del verano gaditano. Una de estas que hacen que el espíritu se sosiegue y se deje atrapar por un manto de templanza bajo el que todos los problemas se ocultan, y el deseo de parar el tiempo se vuelve casi un compromiso para el alma.

Las calles de la ciudad antigua están abarrotadas. Lucen entre los paseantes las galas de lino blanco de aquella Cuba lejana, al otro lado del océano, que un día decidió reflejarse en el cristal del espejo de esta Cádiz tan nuestra, y la volvió eterna a su imagen y semejanza. En una de ellas, un pasadizo estrecho dibujado entre edificios de otro tiempo y casi desapercibida para los transeúntes, se abre la puerta de un local que se anuncia en letras negras sobre la fachada: La Cava, Taberna Flamenca. Al entrar, el aroma a remembranza te golpea de manera sublime y te hace girar la cabeza hacia atrás para comprobar si no solo te has colado en un bar de la zona, sino que sin darte cuenta tu cuerpo se ha disuelto en el aire, y se ha transportado a otra dimensión, una más distante, una en la que el reloj definitivamente se detiene del todo, y solo avanza una pizca cada noche. Un ratito que dura en tiempo lo que dura el espectáculo, para que aquellos que lo disfrutan desde una mesa puedan salir más tarde con una muesca de profundo deleite grabada en su memoria.

Un pasillo estrecho junto a la barra y miles de retratos adornando las paredes. Todos desconocidos para un visitante anónimo, pero seguro que medallas de oro que cuelgan para hacer gala de los ilustres del género que en algún momento del pasado se acercaron a honrar uno de sus templos. Y al fondo, por encima del hombro del solícito camarero que ha salido a recibirte, se divisa majestuoso un tablao de madera tintado en negro. Una especie de quimera magnética que hace que tu mirada se centre en él sin escuchar las amables palabras de bienvenida. Un soniquete al que no respondes mientras que caminas buscando la mesa reservada, no porque no quieras, sino porque no puedes, no te salen las palabras, solo eres capaz de mirar hacia la madera, testigo con sus marcas de desgaste de los miles de taconazos que la han hecho llorar emocionada lágrimas de barniz. Sabedora que con cada baile que soporta está cumpliendo con el noble objetivo para el que fue concebida por algún ebanista de la zona. Acaba de comenzar el embrujo.

Y entonces, cuando todo está calmado, pleno el local de comensales impacientes, expectantes, con la vista fija en el pequeño escenario que corona el espacio para las mesas, se atenúan las luces del establecimiento y aparece un chico joven, tranquilo, sonriente, camisa negra, pantalón a juego, zapatos brillantes. Viene armado con una guitarra y sube al escenario marcando los pasos que replican intrigantes sobre la madera. Toc, toc, toc, toc. Se sienta sin decir nada en una silla también de madera y mimbre, coloca el instrumento sobre su regazo, ajusta con sutileza el micrófono para situarlo a la altura conveniente, y lanza un leve gesto con la cabeza, un saludo alegre al respetable.  Un segundo más tarde y sin tan siquiera presentarse, no hace falta, sus dedos comienzan a bailar acelerados sobre las cuerdas y tú sientes que tu cuerpo se estremece de golpe, como si no supieses lo que iba a pasar, como si no estuvieses preparado para recibir las notas. Él lo sabe, él reconoce las miradas de alabanza, y a cada segundo, a cada brillo que percibe en los ojos de los que le observan, atónitos, hechizados, dueño en absoluto del tempo, aumenta un poquito la energía de esos dedos infatigables y disfruta viendo cómo los corazones se encojen entregados a su don.

A los pocos minutos, con todo el plantío embelesado y sin que cese la sintonía, asoma en la escena el cantaor luciendo una idéntica sonrisa de suficiencia. Es un hombre veterano, un soldado del flamenco con tanta historia que solo su presencia, su porte, su saber estar, sus andares sobre la madera, instruyen al más sabio. Sube al escenario, observa con parsimonia a su compañero mientras sigue acariciando las cuerdas, ambos se miran con complicidad, y de la nada… no, de la nada no; de muy adentro, cuando él quiere, lanza al aire del local un profundo quejío. Lamentos de placer que le rasgan la garganta al nacer, y que al compás de la guitarra completan una escena sonora soberbia. Dos instrumentos diferentes, dos compases que se complementan, una pareja de baile que llora el arte que los vio nacer, que les da la vida, y que ellos comparten con los que les contemplan desde la distancia, un paso más abajo, súbditos deseosos de dejarse torturar con latigazos de esta pasión vocal tan suya, tan nuestra.

Y cuando parece que nada más puede hacer que el encanto se incremente entre los que participan escuchando, una cohorte de tres más, dos mujeres de bandera y un gitano gaditano que rezuma pasión por todos los poros de su piel, se suben con paso firme sobre el tablao. Una es alta y rubia, igual que el sol andaluz que la peina todas las mañanas al asomarse a su ventana, y la otra morena, de piel tersa, ojos grandes, más bajita que la primera, pero solo de estatura, porque ambas son enormes sobre el escenario, antes incluso de sacar a pasear sus tacones al ritmo constante de la guitarra que no cesa. Los tres se sientan junto a los otros dos, y ahora los cinco completan la imagen de la pleitesía. Los pares de ojos que se fijan en ellos cautivados, extasiados por la sintonía y el hechizo que mana del escenario, solo con estar allí apostados, simplemente con exhibir sus figuras de flamenco mientras los demás los observan de rodillas, con el brazo extendido y el corazón en la palma de la mano, entregado como tributo al más casto de los artes.

Dos horas seguidas de puro talento, entrega, dedicación, adiestramiento desde la niñez para convertir en la edad adulta la vocación en trabajo. Puñales de pétalos que salen disparados, chorros de sudor del bailaor que mira hacia la nada con los ojos en llamas, vientos de cólera que impone el mayor de los respetos, dagas afiladas en los tacones que se clavan con estruendo en la madera del tablao, un mar embravecido de lamentos que rasgan el aire al ritmo de las notas, que desde que el niño se transformara en tunante, armado con el puñado de seis cuerdas entre los brazos, no ha dejado de fustigar con la melodía los oídos del montón de desdichados, esos que a cada minuto que han pasado sometidos, han visto cómo su esencia incontenida poco a poco se alejaba de sus cuerpos para acabar observando el espectáculo desde las alturas del firmamento.

Al final, me he enamorado. Lo reconozco. Un poco ya lo estaba, pero esa noche, al terminar el espectáculo, me he dado cuenta de que nunca más podré sacar de mis entrañas esta porción de Cádiz que se me ha clavado en el alma.

Francisco Ajates

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2 comentarios

  1. Juan Carlos Hoyos

    Totalmente de acuerdo. Leyendo LA CAVA parece que te transportas a ese tablao y te ves allí envuelto en el ambiente deleitándote con del duende. Yo que ya estuve allí, pero disfrutando de las playas y el sol, me arrepiento de no haber visitado algún tablao. Será para el próximo viaje.

  2. Sinceramente impresionante.
    Exquisita narración en la que uno casi siente los «quejios» de guitarra y garganta flamenca. Casi puedo imaginar a las bailaoras haciendo vibrar el tablao al compás de acordes y lamentos gitanos.
    Que bonito es que un Asturiano pueda sentir con tanta pasión algo tan propio de otros lares de esta España nuestra y transmitir esa emoción por algo que es intrínsecamente nuestro, de todos.
    Por la misma razón me encanta que vengan a Asturias desde todos los puntos de España, se enamoren de ella y digan con orgullo, esto también es nuestro.
    Me han quedado ganas de visitar Cádiz y buscar esos tablaos que describes con tanta maestría, porque si los narras así, casi anticipo cómo será vivirlo.
    Ya me gustaría que alguien escribiera así sobre Asturias. Que mejor promoción, que por haberlo vivido, resulte en una descripción de emociones tan bien pincelada.

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