El sabroso pastel de la enseñanza pública

Seguramente dirán que voy a referirme a algo que sucedía el siglo pasado, y mucho me temo que no podré negarlo. Pero aunque es cierto que cuando yo cumplía los 13 corría el año 1991, ahí es nada, tampoco se puede decir que nos vayamos a remontar hasta la época en la que nuestros padres acudían al colegio con poco más que un cuaderno y un lapicero, dispuestos a repasar la lista de los reyes godos justo después de rezar el rosario en pie junto al pupitre.

No, ni mucho menos. De lo que yo me acuerdo ahora, especialmente en estas fechas y porque tengo una hija de esa misma edad de la que hablo, es de los tiempos en los que empezábamos el curso escolar borrando las soluciones de los ejercicios en casi la totalidad de los libros escolares heredados después de varios años de uso penitente. Es cierto que alguno de estos libros apenas llegaba de una pieza cuando aún debían ofrecer su contenido durante un curso más; pero incluso así, cosidos con toneladas de cinta adhesiva para mantener su magreada estructura interna, lograban finalizar el año escolar con bastante dignidad.

La cuestión es que precisamente ahí, al menos en lo que al gasto en material necesario se refiere, residía parte de la coherencia en la definición del sistema público de enseñanza. En la facilidad que encontraban muchas familias para hacer que sus hijos comenzasen el curso sin poner en riesgo la economía doméstica al llegar el final del verano. Y eso que también nuestros padres se gastaban una pasta, pero muy lejos del despropósito con el que nos encontramos ahora, año tras año, al desembolsar la friolera de 300 € por hijo, o más dependiendo del centro, y solo contando libros. Tomos hiperilustrados que varios meses después muchos terminan almacenados sin uso en una caja porque han decidido cambiar alguna nimiedad en su contenido o forma. A veces insignificantes modificaciones que para nada justifican el cambio del ISBN, pero con el que se aseguran la publicación al año siguiente de una edición diferente, y obligan con ello a los padres a adquirir nuevos ejemplares.

Lo curioso de todo esto es que precisamente en la era digital en la que estamos criando a nuestros hijos, la comunidad educativa al completo, y aquí permitidme que incluya a todos los miembros de la administración pública que contemplan cada año este negocio perenne, no haya sido capaz de poner el grito en el cielo y abogar porque cada doce meses las familias no tengan que hacer tamaño desembolso. Y que conste que creo que no basta con lo que algunos profesores hacen con los libritos, que no es otra cosa que dejarlos cerrados hasta el último día de curso. Seguramente tengan las manos atadas y no puedan hacer nada al respecto, pero con este gesto, en lugar de reivindicar una postura en contra, lo que provocan es que los padres nos sintamos algo más que engañados con el precio. Alguien podía haberme avisado antes de empezar el curso y me habría ahorrado los 40 € que me costó el dichoso libro, ¿no?

La verdad es que por mucho que me esfuerzo no llego entender cuál es el beneficio para las familias, los alumnos primero, de este proceder tan insensato. Es más, lo mire por dónde lo mire, aparte de la ganancia para las imprentas y para los vendedores, y reconozco que tanto unos como otros ya se han llevado muchos palos durante esta última década, lo único que encuentro son desventajas. La primera de todas está clara: el gasto innecesario para las familias. Después, justamente ahora que estamos hablando del coste de la energía, ¿cuánta de esta energía hace falta para imprimir y encuadernar esta cantidad ingente de libros año tras año? ¿Y qué me decís del coste medioambiental asociado a la fabricación de este papel y a la posterior impresión de los libros? Si me apuras, hasta podríamos esgrimir algún argumento asociado a la salud de los alumnos. ¿O acaso no os da penita ver a ciertos niños portando a diario mochilas atestadas que pesan tanto más que ellos mismos?

Igual es muy atrevido por mi parte tratar de ofrecer una solución al respecto. Pero sin hacer un análisis profundo del problema, no más profundo de lo que ya he comentado hasta aquí, o del hueco que dejan los billetes salientes en mi cartera todos los meses de agosto desde hace unos cuantos años, en un panorama idílico y moderno me imagino a estos niños con una Tablet sencilla en la mochila. Un dispositivo adquirido nuevo, y si se quiere, al comienzo de cada ciclo educativo, por eso de mantenerse actualizado, y a los padres pagando cada año una licencia por la versión digital de los libros que usarán sus hijos durante el curso. Una licencia que debiera costar como mucho tres veces menos de lo que cuestan los libros impresos ahora, y de la que quizás se podría gestionar su compra e instalación a través de los centros de venta actuales, para que además de las editoriales, los vendedores pudieran seguir ganando su comisión. Una postura, esta de la venta centralizada, que también ayudaría a aquellas familias que no estuviesen habituadas a las nuevas tecnologías, y que podría asegurar sin perjuicio de nadie una venta legal de dichas licencias.

Vaya, después de poner por escrito esto sobre lo que ya llevo años reflexionando, todavía me encuentro más desconcertado. ¿Qué demonios estoy obviando para que gobierno tras gobierno, sin importar el color de sus ideales y por muchas reformas educativas que se planteen, nunca haya pensado en poner fin a un negocio tan lucrativo? ¿Cómo es posible que este gasto desmesurado se siga permitiendo en la enseñanza pública?

O mucho me equivoco, o aquí hay demasiados interesados dándole mordiscos a un pastel muy sabroso.

Francisco Ajates

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2 comentarios

  1. El capitalismo engloba TODO….y vamos a más…..se trata de eso …trabajar …consumir…..la educación entra en primera línea …ya que es imprescindible…..😅….o no le compras a tu hij@ todo lo que te piden….año tras año… como todo el rebaño … así todo …. así vamos….un abrazo fuerte Kiko🤗

  2. Completamente de acuerdo, y lo mas sangrante es que este problema ni siquiera esta presente en ningún debate político.

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