Nos están tomando el pelo

Llevamos tanto tiempo en crisis, que ya nos hemos acostumbrado al sabor de la sangre y nos hemos vuelto prácticamente insensibles a los golpes. Tengo la impresión de que pase lo que pase, ya no somos capaces de levantarnos de la lona para seguir luchando, y lo único que nos queda es convertirnos en ovillo para encajar las tortas esperando que quizás con suerte la próxima sea menos dolorosa que la anterior, y eso nos otorgue un punto de tregua conciliadora con el que logremos tirar hasta que llegue la siguiente.

Y es que después de tantos años viendo cómo el mundo que nos rodea se desmorona, creo que hemos perdido del todo la capacidad de reaccionar cuando algo no está bien, y al final nos resignamos a aceptar el vano consuelo de que seguramente habrá alguien no muy lejano, o sí, es lo mismo, que lo esté pasando peor, mientras yo me puedo permitir el lujo de programar unas vacaciones, o de tomarme unas cervezas el viernes con los amigos. Así que, ¿con qué derecho puedo quejarme?¿Acaso sirve de algo?

Bueno, pues más de una década escuchando a los grandes gurús de la macroeconomía amenazar con que lo peor estaba aún por venir, unos pocos, con el beneplácito de los que mandan que suelen ser bastante cobardes, por fin han logrado convertirnos al resto en pequeños pececillos nadando distraídos en medio de un océano de conformismo, mientras ellos, vestidos con trajes caros y sentados en grandes butacas de piel, muertos de risa, lanzan una y otra vez las redes al mar para pescar sin ningún tipo de escrúpulo. Porque claro, eso es lo que tiene la pesca de arrastre, que no discrimina. Y que, si ya está mal robar al que tiene mucho, no sé cómo calificar a quien se lo hace al que apenas puede llegar a fin de mes.

Entre las que se están desternillando con esta situación de crisis se encuentran las empresas energéticas: Endesa, Iberdrola, TotalEnergies, Naturgy… Por citar a algunas. No voy a pararme a soltar datos que ya todos hemos escuchado estas últimas semanas, pero desde que estalló la guerra de Ucrania, hemos visto cómo los precios han escalado debido a las sanciones a Rusia, según nos han explicado. Y claro, cuando los precios suben, lo que ocurre es que el dinero cambia de manos, y en este caso, la guerra ha sido la excusa perfecta para llenar las arcas de estas empresas que menciono, al mismo tiempo que nuestros bolsillos se han ido vaciando; y en solo año y medio, han batido récords de beneficios, llegando incluso algunas de ellas a incrementarlos en más de un 40% (Repsol, por ejemplo, en los nueve primeros meses del 2022 aumentó sus beneficios en 1.300 millones de euros con respecto al mismo periodo del año anterior). Pero ¿qué pensaríais si os dijera que nos están tomando el pelo con esto de las subidas de los precios, y que lo único que han hecho es ponerse todos de acuerdo para desvalijarnos amparados en una crisis de suministro? A las pruebas me remito.

Esta misma semana, sin ir más lejos, yo mismo he sufrido una bofetada de espabilina. Después de llevar toda la vida con la misma compañía eléctrica, creyendo que el trato que me dispensaba era cuando menos justo, y ajustado a la realidad de los tiempos, un par de buenos compañeros me instaron a que comparase mi tarifa con las ofertadas por otras empresas de la competencia. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que vivía en la más absoluta ignorancia a este respecto, ya que algunas ofertaban un precio del kilovatio muchísimo más bajo que el que yo estaba pagando, y para cambiarse de compañía bastaba con hacer una llamada de teléfono. Pero mayor fue esta sorpresa cuando mi anterior suministrador, el de toda la vida, me llamó alertado por la solicitud de cambio que les había llegado y me ofreció bajarme el precio del kilovatio a justo la mitad de lo que había pagado durante el último año y medio. Un precio menor que el que venía pagando durante muchos años, antes incluso de que estallara la guerra de Ucrania. Así que, ¿dónde narices está la crisis de suministro? ¿Por qué si han podido bajarme el precio a la mitad, a cobrarme menos por cada kilovatio que lo que me cobraban cuando no había crisis, se permiten el lujo ahora de multiplicar por dos sus beneficios a costa de nuestra ignorancia? La mía, que por suerte puedo seguir llegando a final de mes a pesar de estos estafadores, pero también la de mucha gente que está evitando poner la calefacción este invierno por miedo a la factura que les va a llegar antes siquiera de que pase el frío.

En fin, ya veis en qué situación nos estamos moviendo. Una simple llamada de teléfono después de un buen consejo, y más de 400 € de ahorro al año. Multiplicad por los millones de usuarios que, sí o sí, debemos estar enganchados a la red eléctrica, y ahí tenéis los incrementos desproporcionados de las compañías eléctricas. ¿Acaso alguien no debiera ponerle freno a esto? Cada empresa es libre de vender sus productos como quiera, pero, si hablamos de algo así como la luz, el gas, el agua, los alimentos… ¿No debería alguien alertar de que esto está ocurriendo, en lugar de obligarnos a pagar porque sí o sí estamos obligados a consumir estos productos? ¿Quién más se está enriqueciendo?

No sé si podemos hacer algo para que no nos roben de forma tan descarada, pero cuando menos, tenemos que salir del estado narcótico al que nos han inducido con tanto guantazo.  Dejar de ser tan pequeñitos y hacer del número una ventaja.

Ya está bien de que nos tomen el pelo.

 

Francisco Ajates

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Los ecos de una guerra innecesaria

La miseria humana nunca dejará de sorprenderme.

Apenas hemos logrado abandonar lo que pensamos sería la mayor crisis a la que tendría que enfrentarse esta generación, y en solo unos pocos días, nos hemos visto aplazando el discurso triunfalista para un mejor momento. Dejando a un lado el grito de esperanza, la fútil idea de que después del mal trago quizás lográsemos salir reforzados como especie para ser capaces de celebrar juntos la vuelta a los abrazos, las sonrisas al descubierto, los apretones de manos o los dos besos al presentarnos, entre otras cosas. Nada más lejos de la realidad.

Porque después de tanto sufrimiento durante dos años enteros, hace justo ahora tres semanas que el mundo se volvió a frenar en seco. Si no habíamos tenido suficiente con ver morir a los cientos de miles de personas que no lograron superar la enfermedad, ahora nos toca contemplar estupefactos cómo otros tantos millones en un país vecino tienen que dejar atrás los escombros en los que un grandísimo hijo de p… (perdón) cargado de bélica testosterona, y varios cables cruzados en la cabeza, ha convertido sus casas. Gente como nosotros, que un día estaba en su trabajo, en su casa tranquilamente preocupados por pagar la hipoteca, en el cine haciendo cola para ver el último estreno de Hollywood o simplemente jugando en el colegio durante el recreo; y al siguiente, así de pronto y casi antes de darse cuenta de que era a ellos a los que les estaba sucediendo, se han visto asediados por las bombas y obligados a salir corriendo sin atreverse siquiera a echar un segundo la vista atrás, no fuera a ser que la metralla les alcanzase a ellos en plena huida.

Probablemente todos pensamos lo mismo, y que yo lo escriba ahora no va a cambiar nada. Puede que incluso no lo haya hecho hasta hoy porque una parte de mí, cegado por la necesidad de pasar página después del desastre del que veníamos, creía que esto iba a acabar tan rápido que no nos íbamos ni a enterar. Lo mismo que seguramente pensaba Putin cuando decidió destrozarle la vida a tanta gente. Pero ahora que hemos tenido tiempo a masticar la noticia, no quiero ni imaginarme lo que debe de estar pasando por la cabeza de todas estas personas. Los que tienen que huir sin pararse a pensar qué va a ser de ellos en un futuro cercano, preocupados la mayoría además por los padres, maridos o hermanos que no pueden acompañarles, o los que se han quedado allí ahora, me refiero a los varones, empuñando por primera vez en su vida un arma, y convertidos, en ese preciso instante en el que alguien los nombró capaces, en objetivos militares para el ejército ruso. No me atrevo ni a pensar en cómo se siente ahora ese padre de familia, alguien como yo por ejemplo, que acaba de ver marchar a su esposa e hijos, en el mejor de los casos ilesos aunque hacia un destino incierto, armado con un fusil de asalto y esperando atemorizado a que una bala perdida le atraviese el cráneo en un momento de despiste. Buff, se me ponen los pelos de punta.

Pero cuidado, porque lo más triste de toda esta situación, es que me temo que el culpable de este desastre de dimensiones épicas no es solo uno, por mucho que a este lado del mundo nos hayamos empeñado en señalar todos al mismo. No me cabe duda de que a este tío, a Putin me refiero, se le ha ido completamente la cabeza, si no es que la locura ya le venía de serie; y claro, poner a los mandos a un loco es como darle a un chimpancé un par de pistolas cargadas, pero ¿no es mucha casualidad que después de llevar años escuchando a otro loco como Trump gritando a su propia gente que había que aumentar el gasto en armamento, justo ahora que parece que dejamos atrás la pandemia —con toda la recesión que la acompañó durante estos dos años— a causa de esta maldita guerra injustificada todos los países, los que están en la OTAN como España y los que no, hayan decidido aumentar su presupuesto militar? ¿Alguien se ha parado a pensar dónde están ubicadas las mayores empresas armamentísticas del planeta?

Lockheed Martin (EE.UU.), Boeing (EE.UU.), Northrop Grumman (EE.UU.), Raytheon (EE.UU.), General Dynamics (EE.UU.). La lista es muy grande, pero las cinco empresas que la lideran pagan impuestos en el mismo país. Un país que lidera este mercado, con una facturación anual de más de 250.000 millones de dólares. No sé, a mí esto me parece muy sospechoso, porque si de algo estoy seguro, es de que la mejor manera de ponerse a fabricar armas es teniendo un motivo para usarlas.

El problema de provocar a un loco sin escrúpulos, más allá de destrozar un país al completo con toda su gente dentro, pobres peones en esta partida de ajedrez entre poderosos, es que a ver quién lo para ahora. En el mejor de los casos, habrá que esperar a que Putin termine con lo que ha empezado, mientras el resto de naciones interpretan un papel que va a durar en tiempo lo que dure la guerra. Después, un par de apretones, dos o tres disculpas, y pelillos a la mar. Porque aunque nos cueste reconocerlo y como ya he dicho en otras ocasiones, en nuestra capacidad para globalizar el mundo está nuestra penitencia. Y en este caso, la penitencia tiene forma gaseosa. Eso si el asunto no cobra visos de tragedia mundial, porque no se le puede olvidar a nadie que estos tipos que lideran el mundo ahora tienen una capacidad infinita para destruirlo, y al final acabamos como Max Rockatansky conduciendo un Ford Falcon en un país convertido en desierto y en busca de la última gota de gasolina. De momento, el precio de los combustibles ya va apuntando maneras.

Dios no quiera que a uno de estos locos le dé por apretar el famoso botón del que presumen, y más pronto que tarde finalice este mal trago, sobre todo para los pobres ucranianos. Aunque me temo que para ellos, pase lo que pase a partir de ahora, ya siempre será tarde.

Francisco Ajates

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