Nosotros nacimos en el lado fácil de la valla

La vida en occidente pasa muy deprisa. Tanto, que con el transcurrir de los años, los que vivimos en los países más desarrollados, a medida que de forma particular vamos cumpliendo metas, colmando el vaso de los objetivos personales, dejamos de valorar precisamente todo eso que hemos logrado, y centramos nuestras preocupaciones en alejarnos lo más posible del horizonte de la muerte. Estamos tan concentrados en empujar lo más lejos posible el final de nuestro recorrido en la vida, que lo que conseguimos es que todo pase tan rápido que ni nos damos cuenta de lo que vamos dejando atrás. Es una cuestión de relatividad muy sencilla de comprender. Cuanto más nos preocupamos de lo que está por venir en un futuro lejano, menos valoramos lo que tenemos ahora, y sin querer, nos olvidamos de saborear las cosas buenas que nos rodean. Aquello que hace que gocemos de una vida plena y satisfactoria, con sus catástrofes sentimentales, claro está, que de esas no se libra nadie.

Pensaréis que de pronto me he vuelto chiflado y me ha dado por filosofar sobre el significado de la vida. Pero nada más lejos de la realidad. Lo que sucede, es que observando estos días lo que está ocurriendo en dos puntos de la Tierra, uno más próximo que el otro, me ha venido a la cabeza esta reflexión tan oportuna: ¿somos verdaderamente conscientes de la suerte que hemos tenido al nacer en este lado del planeta?

Y si no, que le pregunten a alguno de los habitantes de Israel si al irse a la cama cada noche lo hace imaginando cómo serán sus vacaciones este próximo verano. O solamente si será capaz de levantarse a la mañana siguiente, escuchando el ruido de los misiles que sobrevuelan los edificios, sin echarse a llorar y creyendo que quizás mañana no sepa cómo explicarle a sus hijos qué es lo que ha pasado para que no hayan vuelto a sentarse todos a la mesa.

¿Y qué me decís de toda esta pobre gente que se agolpa por millares detrás de una valla metálica en Ceuta? ¿Cómo tiene que ser su vida ahora para jugársela en un suspiro, atraídos por una burda mentira de su propio gobierno y con la falsa esperanza de alcanzar al otro lado un mundo mejor? Si es que hemos visto cómo algunos llegan tan exhaustos, que cuando alcanzan la orilla de la playa solo les quedan fuerzas para llorar desconsolados de rodillas, abrazados a las piernas de unos desconocidos cuya tarea consiste en devolverlos al otro lado sin poder ni siquiera plantearse el motivo de tanta falta de humanidad.

Es una verdadera lástima ver esa playa abarrotada de seres humanos desesperados por alcanzar un sueño que a buen seguro para la mayoría terminará convirtiéndose en pesadilla; incluso para muchos de los que logren cruzar la valla y se encuentren más tarde vagando por una ciudad que no es la suya, escondidos Dios sabe dónde, y seguramente mendigando por un poco de comida en un lugar en el que nadie les quiere. Puede que además, alguno lo haga al mismo tiempo que llora la pérdida de un ser querido, igual un hijo, o un padre, o una esposa, alguien que como ellos pensó que al otro lado íbamos a estar esperándoles con los brazos abiertos dispuestos a recibirles con honores. Y eso, mientras sus dirigentes se sientan orgullosos parapetados tras los muros de sus lujosos palacios de marfil, contemplando con satisfacción el resultado de una inhumana pantomima que ha puesto en peligro la vida de miles de sus ciudadanos. Todo con el objetivo último de ganar la mano en una absurda competición de testosterona que lleva más de un siglo jugándose en ese país. Una guerra política por la hegemonía de un territorio tristemente olvidado más allá de las fronteras de Marruecos, seguramente porque allí no hay petróleo que repartirse entre el resto de las naciones poderosas.

La verdad, es que viendo las escenas se me parte el corazón y por eso me ha dado por pensar en lo afortunados que somos observando estas miserias humanas desde la barrera, detrás del cristal de la pantalla del televisor, alejados del ruido de las bombas en Israel o de esa playa de El Tarajal en Ceuta. Y que conste que no pretendo encontrar la solución al problema de la inmigración en Europa, ni soy nadie para opinar sobre si Marruecos es o no la nación soberana del Sahara Occidental. Y mucho menos saber cómo tienen que hacer palestinos e israelís para dejar de matarse entre ellos como llevan haciendo tantos años. Pero sí me gustaría, que sabiendo de dónde venimos este último año, después de pasarnos los primeros meses del 2020 viendo en televisión cómo en China se morían intentando controlar un extraño virus que parecía no entender de barreras geográficas —como si con nosotros no fuese la cosa, quién lo iba a decir ahora, ¿verdad?—, fuésemos al menos capaces de arrancar de nuestras entrañas una pizca de empatía por esos miles de personas que se sientan estos días con nosotros en el salón. Quién sabe si quizás en un futuro, ojalá nunca suceda, sean nuestros hijos, o nuestros nietos, es lo mismo, los que viajen por las ondas hasta verse reflejados en las pantallas de un televisor a miles de kilómetros de España, al igual que lo hizo el virus cuando decidió escaparse de China y hacer que el problema de aquel país del Lejano Oriente terminase también siendo el nuestro.

Justo ahora que estamos a un solo paso de recuperar las sonrisas que han borrado las mascarillas, intentemos entre todos que la lección aprendida sirva para algo. Tenemos que luchar para que cuando todo este mal trago pase, el mundo no siga siendo igual de despiadado con aquellos que han tenido la desgracia de nacer al otro lado de esa valla metálica coronada con espinas afiladas.

Francisco Ajates

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Atrapados en Marruecos

Vaya por delante que para nada me gusta hacer gracia de las desgracias ajenas. Y ante todo, espero que la situación por la que están pasando los miles de españoles que esta semana se han visto atrapados en el país vecino, al otro lado del estrecho, a causa de la suspensión de vuelos con Europa, pase rápidamente y todo el mundo pueda regresar a su casa más pronto que tarde. Quizás no vuelvan con el recuerdo que esperaban del viaje a Marruecos, pero estoy seguro de que al menos lo harán convencidos de que las vacaciones habrán sido absolutamente inolvidables.
Ahora bien, más allá de todos aquellos que hoy están allí atrapados por pura obligación, y cuando digo obligación me refiero a temas de índole laboral o familiar, cuestiones que para muchos de ellos y muy a pesar suyo, seguro que eran totalmente ineludibles, ¿a quién coño se le ocurre salir de España con la que está cayendo? Y es que cuando los demás, sobre todo aquí en Asturias, aún estamos tratando de digerir gran parte de las medidas anticovid adoptadas para la Semana Santa, 3000 españoles deciden jugarse el pellejo, metafóricamente hablando, claro está, y cogen un avión para irse a pasear en dromedario por el desierto o a tomarse un té a Marrakech después de visitar su zoco. ¿En serio? ¿Acaso no se habían dado cuenta después de un año de pandemia de que moverse fuera de tu país por gusto es correr un riesgo totalmente innecesario? Igual es que se creían inmunes al virus, y pensaron que también lo eran a las medidas restrictivas. Pero no, no lo eran, y ahora están allí atrapados, sabe Dios por cuánto tiempo, pensando con tristeza en lo agustito que estarían en su casa muriéndose de risa de todos aquellos que ahora están allí muertos de asco, intentando buscar un transporte para regresar a su comunidad autónoma, lugar del que probablemente nunca deberían de haber salido. Algunos estarán incluso viviendo con el temor de que además de perder el tiempo, justo en este momento estén perdiendo su trabajo por no llegar precisamente a tiempo de reincorporarse cuando les toca.


Bueno, juegos de palabras aparte, hay que reconocer que ahora lo tienen bastante fastidiado, y de verdad espero que pronto el gobierno mande un avión a buscarlos, porque me da a mí que Marruecos no es un sitio en el que sobren las ayudas institucionales cuando las cosas se ponen chungas. Pero hablando de turismo, si tengo que compadecerme de alguien, además de las decenas de miles de almas que ya se ha llevado el maldito virus, prefiero hacerlo de las decenas de miles de personas que viven de la hostelería en Asturias y que llevan más de un año viendo dilapidada su estabilidad económica, desesperados muchas veces porque las ayudas prometidas no acaban de llegar, y el negocio por el que apostaron hace años, el lugar en el que pusieron todas sus esperanzas de futuro, el único sustento familiar para muchos de ellos, continúa cerrado a cal y canto, y más ahora que se ha cumplido un año desde el primer confinamiento. Además, imagino que para ellos tiene que ser complicadísimo digerir el hecho de que en otros sitios, algunos con peores índices de incidencia de la pandemia, se enorgullezcan de abrir sus puertas para que el resto vayan a visitarlos; no solo desde otras comunidades, sino también desde otros países, atraídos estos últimos por el reclamo de la barra libre social en tiempos de crisis sanitaria.
Y es que de verdad entiendo que para el dueño de una casa rural en cualquier pueblo asturiano, cueste asimilar por qué estos días en Asturias alguien puede ponerse a hacer cola para cruzar la Senda del Oso en Proaza, o en la playa del Silencio en Cudillero para hacerse un selfie con el Cantábrico de fondo, pero no pueda irse a dormir con su familia, con la misma que convive todo el año, a un hospedaje en Taramundi, por ejemplo. Con lo sencillo que sería para sus dueños algo tan simple como pedir el DNI a todos y cada uno de los huéspedes para cerciorarse de que vienen de la misma casa. Es más, el dueño de ese hotelito, estará ahora mismo asomado en la ventana, viendo con incredulidad las terrazas de los restaurantes de la villa abarrotadas por cientos de asturianos que no se han resistido a quedarse en casa estos días. Cientos de asturianos que más tarde cogerán el coche, algunos quizás más cargados de la cuenta, para dormir en su propia casa cuando hubiese sido mejor que lo hubiesen hecho en ese alojamiento, no quepa duda que cumpliendo con rigurosidad con todas las medidas sanitarias, y así al menos esos hosteleros podrían haber remontado un poco el vuelo después de llevar arrastrándose por el suelo desde marzo del año pasado.


El mensaje está claro. Es mejor salvar vidas que salvar las vacaciones. Yo soy el primero que me sumo a eso, y creo que fue un error enorme tratar de mirar para otro lado durante las pasadas Navidades. Pero aun siendo consciente de lo difícil que es lidiar con esta situación, creo que a veces es peor tomar decisiones a medias. Si abrimos los bares, ¿por qué cerramos a las ocho y dejamos que la clientela se amontone un metro más allá de la terraza en la que minutos antes estaba sentada guardando la distancia pertinente? Si dejamos que un asturiano se desplace a un pueblo a comer una paella, ¿por qué no permitimos que se quede a pasar la noche allí con su familia, controlando que es la misma con la que duerme a diario, y así dejamos que algunos hosteleros levanten la cabeza?
Supongo que todo se basa en limitar la movilidad, con el objetivo último de limitar los contagios. Pero repito, entiendo que para algunos, los que están sufriendo esta pandemia desde otro punto de vista, muchas de estas medidas tomadas a medias no tengan ni pies ni cabeza. Para todos estos, y no para los que se han quedado atrapados en Marruecos por pensar en vacaciones, va este grito de ánimo y esperanza. Tenéis que aguantar un poco para que en unos meses, cuando por fin se acabe esta mierda, podáis volver a recibirnos al resto con los brazos abiertos como siempre habéis hecho. Preparad vuestros hoteles, vuestras casas rurales, vuestros comedores… Las ganas de disfrutar fuera de casa son tantas, que reservar una habitación se volverá casi una hazaña, y veréis cómo en poco tiempo recuperamos lo perdido y hacemos que este mal trago se convierta en un triste recuerdo. Ya casi estamos ahí, solo falta un último esfuerzo, porque a este virus apenas le queda el último aliento.

Francisco Ajates

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