Hay que reconocer que el asunto tiene bemoles. Si no teníamos bastante con una pandemia mundial poniendo en jaque la continuidad de la especia humana, justo ahora que con un poco de suerte el maldito coronavirus aparenta estar dando sus últimos coletazos, aquí en España asaltamos una vez más la banca informativa; ahora de manera involuntaria, alimentando el circo mediático con un desastre natural de dimensiones épicas. Algo que sin duda cincelará las páginas de los libros que cuenten en un futuro la historia de nuestro país.
Y es que desde que el pasado domingo el volcán de La Palma entró en erupción, la repercusión mediática ha sido tal, que sin darnos cuenta nos hemos pasado más de tres días pegados al televisor siguiendo con una expectación desmedida el flemático avance de esa lengua de lava que parece no querer detenerse nunca. Es más, llevamos tanto tiempo escuchando a diferentes expertos en fenómenos geológicos qué es lo que ocurrirá cuando alcance el agua del mar, que hasta he leído en algún sitio, medio en broma medio en serio, que en la costa de Florida, sí, en Florida, a más de 6.000 km, ha subido no sé cuántos puntos la contratación de seguros de hogar. No fuera a ser que las previsiones de alguno de estos agoreros televisivos se cumplan, y los habitantes de la costa atlántica en Estados Unidos se levanten uno de estos días con olas de diez metros como consecuencia del tan ansiado chapuzón de lava canaria.
El verdadero problema de este maremoto informativo es que como siempre, terminará pasando. E igual que la lava cuando deje de salir del volcán y se enfríe, los medios congelarán la noticia, y el asunto dejará un regusto tremendamente amargo para los cientos de familias que estos días están viendo cómo su vida entera es engullida por un río de magma incandescente. Una lengua burlona que se ríe de todos mientras muchos, los políticos sobre todo, posan delante de ella para no perder la oportunidad de captar el momento y de, por qué no, ocupar un espacio televisivo cuando el interés por lo excepcional hace que las audiencias se multipliquen.
Quizás sea que con el tiempo me he vuelto un tanto descreído con esta clase política que padecemos, pero más allá de lo dramático que me parece que alguien pierda su casa, sus pertenencias, su vida entera en un segundo y sin poder hacer nada por evitarlo, me ha parecido un poco cómico ver estos días a varios políticos españoles desfilando por La Palma para «solidarizarse» con el pueblo canario. Es más, la imagen de alguno de ellos me ha traído irremediablemente a la memoria otra en la que el alcalde Joe Quimby de los Simpson se bañaba en un lago radioactivo en Springfield, allá por los noventa, intentando demostrar delante de la prensa que el agua era perfecta para el baño. Espero que a ninguno ahora se le ocurra meter los pies en la lava con el objetivo de probar que la nuestra, la española, tiene beneficios para la salud de los turistas que vengan a visitarnos —que alguien se lo diga a Reyes Maroto—; no vaya a ser que algún guiri lo tome en serio, y decida cambiar la moda del rojo cangrejo al sol del mediodía por la del negro tizón a la brasa de un volcán en erupción.
Lo siento mucho, pero no me los creo. No me creo a los que van ahora, que sin duda no irían si aquello no estuviese llenito de cámaras, como tampoco me creo a los que los critican desde la distancia, porque estoy seguro de que durante los próximos días no perderán la ocasión de protagonizar su particular excursión a la isla. Y si no, al tiempo. Veréis cómo todos, toditos, encuentran un motivo para acercarse a La Palma y no perder la oportunidad de salir en la foto.
Lo que sí me gustaría es que dentro de un año, cuando muchas de estas familias que lo han perdido todo aún se encuentren en litigios con el Consorcio de Compensación de Seguros para recibir su indemnización, seguramente viviendo malamente en casa de un familiar y gracias a la ayuda de alguna subvención temporal que más tarde deberán declarar a hacienda, alguno de estos políticos que ahora está en primera línea de fuego regrese allí sin cámaras de por medio, y con un cheque en la mano para que esta pobre gente pueda comenzar a rehacer su vida.
Me temo que eso no ocurrirá nunca. Y si sucediera, se convertiría en algo tan excepcional, que sí que sería verdaderamente digno de llenar las páginas de los noticiarios.
Francisco Ajates