Al final esta mierda se nos ha vuelto a ir de las manos. Vamos de brote en brote y tiro porque me toca. Sin embargo, como me había prometido a mí mismo que el siguiente artículo no hablaría del maldito Coronavirus, se me ha ocurrido darle la vuelta a la tortilla y usar esta situación tan penosa que vivimos como excusa para hacerlo.
Alguna vez he oído que los amigos son la familia que uno elige. No estoy tan convencido de que eso sea así, porque seguramente a la gran mayoría de nosotros nadie nos preguntó dónde queríamos vivir cuando vinimos a este mundo, y es probable que a algunos de los que siempre se han puesto la etiqueta de “amigos”, si nos hubiesen dejado elegir, habríamos preferido tenerlos lejos desde el primer momento en el que entraron a formar parte de nuestra vida. Por suerte, en mi caso, no tengo muchos de esos, quizás incluso ninguno, y para el resto, o sea, para todos los que han ocupado un pedacito de mi ahora ya media existencia, va esta pequeña dedicatoria. Una dedicatoria que en estos tiempos en los que tanto se aboga por el aislamiento social, me ha parecido oportuno traer a La Columna con la idea de reivindicar que, cuando todo este mal trago quede atrás, volvamos a usar el tiempo libre que tenemos para lo que de verdad importa.
Hace unos días vi de nuevo un vídeo que uno de mis amigos de la infancia había montado tiempo atrás, con fotografías nuestras del pasado, de cuando éramos niños y no tan niños; y al verlo, al contemplarlo por enésima vez, me embargó un sentimiento de pertenencia al grupo tan grande, que la nostalgia que sentí casi me hizo hasta daño. La verdad es que no sé muy bien por qué me puse nostálgico, y lo digo porque yo soy de los que piensa que cada época en la vida tiene sus cosas buenas, y que cuando echamos la vista atrás, salvo por accidente sentimental, nuestro cerebro suele ir amontonando los recuerdos buenos sobre los no tan buenos. Al final, por suerte, la imagen de otro tiempo que siempre nos viene a la cabeza suele ser mucho más idílica de lo que seguramente vivimos en su momento. Pero tengo que confesar que en este caso, al revivir este puñado de recuerdos, quizás agudizado el sentimiento por la canción de Amaral que sonaba en el vídeo de fondo, se me formó un nudo en la garganta tan grande que casi tuve que dejarlo antes de que terminara. Por suerte, el magnetismo del recuerdo fue mucho más fuerte que el dolor de la nostalgia, y al final pude esperar a que llegara hasta la última secuencia. Cuando terminó, la amargura de la morriña dio paso a un regusto dulce que aún me dura después de varios días.
Y es que después de ver el vídeo, me di cuenta de lo afortunado que soy. De lo afortunados que somos todos los que podemos contar con un puñado de amigos, más o menos grande, a los que podemos hablarles después de un siglo sin verlos, como si no hubiese pasado un solo día desde la última vez que conversamos; a los que cuando suena el teléfono y lees el nombre de uno de ellos en la pantalla, te alegras independientemente del momento en el que aterrice la llamada; a los que cuando les pasa algo malo, te duele tanto a ti como les duele a ellos; a los que la distancia nunca les supone una barrera, y con los que siempre cuentas cuando necesitas que alguien te eche un cable… Y que conste que no solo hablo de ese grupito de colegas que crecieron con nosotros, que empezaron a probar las mieles de la independencia al mismo tiempo, la primera salida nocturna, el primer campin de verano, las primeras verbenas sin los padres, la primera novia, la primera borrachera, el primer trabajo… De esos sobre todo, pero también de todos estos que poco a poco, con el transcurso de los años, se han ido subiendo a nuestro carro, y que ahora, después de cuarenta y dos en mi caso, son parte de tu familia. Una familia que nunca ha dejado de crecer, y de la que ya no sería capaz de desprenderme.
Ahora, si has llegado hasta aquí leyendo, te propongo un pequeño reto: cierra los ojos un instante y piensa en todas estas personas de las que te hablo. Dale un respiro a tu cerebro y deja por un segundo de lado este tormento del virus dichoso. El virus y todo lo que le acompaña, que últimamente es tan pernicioso como el propio bicho. Imagínate por un momento que esto es una mala pesadilla de la que tarde o temprano acabaremos despertando, y trata de recordar todos esos momentos que has vivido con los que te rodean; o intenta imaginar los que te quedan por vivir a poco que la maldita pandemia nos dé una tregua. Pues bien, si has conseguido relajarte aunque solo fuese unos segundos, prueba a ponerle nombre a los que aparecen contigo en las imágenes que dibuja tu mente.
Pues para todos ellos va esta dedicatoria en tiempos revueltos. Esta dedicatoria y un mensaje de agradecimiento. Gracias por hacer que en nuestras vidas, pase lo que pase, siempre haya alguien dispuesto a ofrecer un pilar en el que apoyarte.
Francisco Ajates