AHORA NO PODEMOS RENDIRNOS

Estamos empezando a vivir sin esperanza y eso es un claro signo de derrota.

Llevamos tanto tiempo sufriendo esta pandemia, que me da la sensación de que ha llegado a calar entre nosotros la imagen del desaliento. Y el resultado de este sentimiento de desesperanza es que, antes de que nos lleguemos a vacunar contra el virus, vamos a terminar inmunizados contra sus efectos. Y no hablo de los efectos que la enfermedad causa en el organismo de las personas, sino de aquellos que sufrimos como individuos en el seno de la sociedad en la que estamos viviendo. Tengo la impresión de que con el tiempo, poco a poco se ha ido construyendo una coraza alrededor de cada uno de nosotros, que aunque no evita que el virus nos alcance, sí que ha logrado que veamos sus consecuencias como algo anecdótico, triste pero casual, como el simple resultado de un sorteo que a nosotros nunca nos toca, igual que tampoco lo hace el de la Lotería de Navidad el 22 de diciembre de cada año.

Es más, a fuerza de ver una y otra vez los cansinos telediarios, estoy convencido de que hemos aprendido a mirar los datos epidemiológicos con ojos de estadista, como simples números que se suceden y a los que hay que buscarles un significado, y lo que es peor, una tendencia matemática. Algo en lo que no debemos caer, porque entonces olvidaremos que detrás de cada número que engorda los índices de esta enfermedad, hay una persona nueva que se contagia con el virus, uno más que ingresa en un hospital, alguien que termina sedado e intubado en una UCI, o lo que es infinitamente peor, un padre, o una madre, o un hermano, o un amigo, o un hijo, que se muere.

Y me da mucha pena reconocerlo, pero cada vez percibo con más claridad este desánimo por aburrimiento en la gente que me rodea. Cada vez creo que estamos más cerca de darnos por vencidos, cuando ya casi hemos ganado la guerra. Y entre los que parece que todo les da igual, aquellos que de insensibles han pasado a crueles y organizan fiestas multitudinarias para reírse de los que se mueren, estamos empezando a caminar los demás, pensando que esto no tiene arreglo, y que por mucho que hagamos al final terminaremos por contagiarnos del virus; algo así como «sálvese quien pueda». Tal vez pensemos por error que lo peor que nos puede suceder es tirarnos en cama un par de semanas, precisamente viendo en la pantalla cómo son otros los que engordan las listas de fallecidos. No nos equivoquemos, este virus no discrimina, y si te alcanza, será solo una cuestión de suerte el que no termines intubado rogándole a una enfermera, quizás la última persona a la que veas justo antes de que te seden, que por favor, en cuanto mejores un poco te despierte, que tus hijos esperan que regreses a casa y sigas cuidando de ellos como has hecho hasta ahora.

Tenemos que ser fuertes. Tenemos que seguir luchando. Tenemos que salir a la calle mirando hacia el frente con la cabeza bien alta, pero conscientes de que todavía estamos librando una batalla muy dura, una que aún dejará gente por el camino a poco que nos volvamos laxos con las medidas. Porque si empezamos a rendirnos, o a relajarnos por exceso de confianza, habrá muchos que no logren superarlo; y no os quepa la menor duda de que detrás de cada uno de los que se vaya, un montón más sufrirán su pérdida. Los que se han muerto no son solo un número, como tampoco son una tendencia los que se van a morir mañana, o los que lo están haciendo ahora mientras tú estás leyendo estas líneas.

Justo cuando ya se empieza a ver el final de este túnel tan negro, no podemos rendirnos. Ya falta poco, y aunque nosotros no podamos evitar que el virus mate a una persona contagiada, no dejemos que sea el desánimo quien lo haga. Pensad que por mucho que cueste quedarse en casa, por mucho que fastidie llevar puesta una maldita mascarilla durante todo el día, por más que te duela no poder salir a tomar unas cervezas con los amigos un viernes por la tarde, con que con tus actos se logre salvar una vida, una sola de los cientos que se apagan como velas fatigadas a diario, el esfuerzo habrá valido la pena.

Francisco Ajates

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Nos hemos ganado el derecho a ser felices estas Navidades

Hoy me he sentado al teclado un poco sentimentalón, qué le vamos a hacer, serán las fechas.

Puede que llegados a este momento del año, después de lo que llevamos vivido durante todo el extraño 2020, y con la vista puesta en la vacuna que seguro llegará al alba del 2021 y con ella el perdón de todos nuestros pecados, me haya apetecido hacer una pequeña reflexión acerca de esta Navidad que casi sin darnos cuenta se nos ha echado encima. Una Navidad que, como no podía ser de otra manera en este país, está sirviendo para que una vez más nos tiremos los trastos a la cabeza. Parece que pase lo que pase, si no estamos discutiendo por algo no somos felices, y como precisamente la Navidad trata de eso, de ser felices, pues hala, a reñir un poco para que nadie se ponga triste. En fin…

En este caso, yo he preferido no pensar en las diferencias, ni en las que tenemos entre nosotros, ni en las que sin duda habrá con las Navidades de otros años. Porque si algo tengo claro, y así empezaba un post que publiqué en las redes hace solo un par de días, es que estas Navidades serán probablemente las más atípicas que viviremos. Así que no, no quiero pensar en si seremos seis, ocho o diez los que nos sentemos a la mesa; en si podré o no bajar a tomar algo después de las uvas en Nochevieja, o si por el contrario acabaré la fiesta en mi casa viendo a las Mamachicho en televisión, en alguno de estos programas que todos los años nos recuerdan lo rápido que pasa el tiempo; ni en si mis amigos que viven fuera podrán venir este año a cenar con sus padres en Nochebuena; o en el concierto de Año Nuevo, al que de manera casi ritual acudía con mi hija desde hace ya cinco años y probablemente este no podré hacerlo porque el aforo, si es que lo hay, será tan limitado que conseguir entradas se convertirá en poco menos que una utopía. Incluso los Reyes Magos el día 5 de enero se quedarán sin cabalgata porque según las estadísticas, y la edad que se les supone, son precisamente adultos de riesgo.

 

No, definitivamente no pienso perder un solo segundo en lamentarme. Y no lo voy a hacer porque, pase lo que pase durante estas tres próximas semanas, espero de verdad que no sean las últimas, y aunque suene a discurso barato más propio del guion de una película americana que trate de adultos descreídos, yo concibo el concepto de la Navidad como un sentimiento de afecto y no solo como un momento festivo, más ahora desde que tengo una hija que disfruta en estas fechas con cada segundo que pasa contemplando las luces del árbol en el salón, o colgando guirnaldas de colores en cada rincón de la casa. Y aunque estoy seguro de que no serán lo mismo sin toda nuestra gente al lado cantando villancicos en Nochebuena, y los que estén lo hagan con la mirada puesta en el reloj si es que tienen que regresar a casa antes del toque de queda, creedme si digo que todo eso es completamente secundario. Que no es motivo para dejar de arrancarle una sonrisa al final de este maldito año, como tampoco lo será para aquellos que no tienen una mesa a la que sentarse, o para los que la Navidad no pasa de ser una época en la que los demás nos empeñamos en recordarles lo triste de su existencia. O lo que es infinitamente peor, para todos los que este año han perdido la vida, ellos o alguno de sus familiares, a causa de la condenada pandemia. Nunca habrá dos Navidades iguales, y si estas nos parecen malas, pensad que siempre pueden ser peores. Yo mismo, sin ir más lejos, recuerdo una Nochevieja allá por el 2006 en la que comí las uvas con mi familia en una habitación de hospital, con alguien que, aunque nunca lo dijo, ya sabía que serían las últimas, al igual que lo sabíamos los cuatro que le acompañamos aquella noche. ¿Qué pensaría él ahora si nos viese quejándonos de lo que tenemos por delante estas próximas tres semanas?

Tenemos que hacernos el infinito favor de ser positivos. Primero, por este puñado de pequeñajos que están sufriendo la pandemia sin quejarse lo más mínimo. Ellos se merecen que hagamos el esfuerzo de disfrutar de lo que nos queda de año, aunque este sea un poco más complicado de lo que esperábamos cuando empezó hace doce meses. Y después, por nosotros mismos y por los que seguramente nos acompañen a partir del que viene cuando toda esta mierda pase y llegue a ser poco más que el recuerdo de una época nefasta en nuestra vida.

Además, si miramos hacia atrás con perspectiva, seguramente este que se acaba ahora sea el año que concluiremos con el grado de remordimiento más bajo de todos los que hemos vivido hasta el momento. ¿Acaso alguien se acuerda de las promesas que se hizo a principios del 2020? Está claro que para la gran mayoría de nosotros, acabar el año sin mayores consecuencias es un objetivo real a estas alturas, y seguro que a poco que no hagamos demasiado el cafre vamos a conseguirlo, así que ya veis, otro motivo más para estar contentos en estas fechas. Eso sí, tampoco se os ocurra hacer planes para el que viene. Es mejor que la dieta imposible o el gimnasio lo dejemos para otro momento en el que el panorama luzca más despejado, porque ya veis que hace falta un solo chasquido para que el presente cambie de manera repentina.

Ahora bien, como ya he dicho otras veces, en cuanto tengáis la oportunidad, no dudéis en invertir todo el tiempo que podáis en hacer precisamente eso que ahora no es posible, que no es otra cosa que vivir en compañía. Porque aunque este año debamos ser felices en Navidad como lo hemos sido siempre aunque lo hagamos en grupos reducidos, no se puede negar que en compañía de los que se quiere, la felicidad se multiplica.

Así que por ti, por ellos, por todos nosotros que nos lo merecemos, os quiero desear de todo corazón y por derecho, feliz Navidad y próspero año 2021.

Francisco Ajates

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