El gran negocio de la salud

Siempre que hay una crisis, alguien sale beneficiado. Y el provecho de unos pocos, suele ser inversamente proporcional a la desgracia de la mayoría, así que imaginad qué ha ocurrido con esta que estamos sufriendo ahora que es de una envergadura épica.

Siempre ha sucedido lo mismo, y en este caso, desde que empezó la pandemia, han surgido multitud de empresas que han visto el negocio donde los demás solo veíamos muertos. Para muestra un botón. Recordad si no aquellas primeras mascarillas que llegaban con honores televisivos en avión desde la China fantástica, la misma que primero nos mandó el virus, y por las que pagamos un precio que tenía más que ver con la escasez que con la calidad higiénico sanitaria que se les suponía. O la proliferación de productos desinfectantes terminados en –ol y con poderes mágicos, que nos aseguraban desde los primeros días que una ducha en ellos al entrar en casa era suficiente para mantener alejado al bicho de la familia —os confieso que yo llegué a tener las manos tan blancas y arrugadas que mis huellas se volvieron indactilares, si se me permite la palabra. Del asunto del papel higiénico prefiero no hablar demasiado. Pienso que este fue solo un negocio pasajero que funcionó bien los primeros días de la pandemia, probablemente porque el miedo a infectarnos hizo mella en nuestro tránsito intestinal, y ante la posibilidad de vernos sentados en el bidé si la cosa se ponía más chunga, preferimos llenar la despensa de celulosa en rollos aunque alguno se hiciera con reservas suficientes para lo que queda de década, no fuera a ser que la cagalera durase más de la cuenta.

Bueno, bromas aparte, no cabe duda que en cualquier ámbito de la vida, cuando la cosa se pone fea, surgen oportunistas expertos en pescar en río revuelto. Pero cuando además, lo que se ve en un brete es la salud de la humanidad al completo, son las empresas farmacéuticas las que se ponen manos a la obra para conseguir el mejor cebo, y podemos asegurar que estas no se andan con chiquitas. Aquí el asunto cobra una magnitud desproporcionada, y cuanto mayor es el problema y más graves son las consecuencias, más ceros que se suman a la cuenta de beneficios de estas empresas. Para que os hagáis una idea, justo ahora que se publica el balance de estas cuatro farmacéuticas que han ganado la carrera por comercializar la vacuna contra el Coronavirus, nos encontramos que Moderna, por ejemplo, solo el primer trimestre del año, ha ganado 1.221 millones de euros frente a los poco más de 200 del mismo periodo en el año anterior, una cifra tampoco despreciable. Y claro, ahí es donde surge el dilema moral con el que llevamos días debatiendo: que si patentes sí, que si patentes no.

A priori, la respuesta parece clara. Por supuesto que hay que liberalizar las patentes para que cualquiera pueda fabricar esas vacunas y así lleguen pronto a los países más necesitados. Y si no, que se lo digan a los pobres habitantes de la India, que llevan semanas incinerando ciudadanos en las calles porque ya no saben qué hacer con sus muertos.

Pero cuidado, que algo que parece tan obvio, tal vez sea una quimera, y es aquí dónde surge el debate. ¿Qué hubiese sucedido hace unos meses, si estas farmacéuticas que se frotaron las manos con la idea de encontrar la salvación para la especie humana, creyesen que el beneficio que iban a obtener por ella era menor del esperado? ¿Habrían corrido tanto para encontrar la vacuna? Pues la verdad, no lo sé. Probablemente no. Ya lo he dicho otras veces, y creo que en nuestra virtud para globalizar el mundo está nuestra pena, y este es uno más de los peajes que tenemos que pagar. Hoy en día todo es negocio, hasta la salud, y dudo mucho que los gobiernos estuviesen preparados para afrontar una situación tan complicada como esta, cuando en algunos sitios como en España, por ejemplo, llevamos años recortando la inversión en ciencia e investigación. Así que aunque ahora pensemos que lo más fácil es cortar por lo sano, tenemos que pisar con pies de plomo, no fuera a ser que estas grandes empresas hagan fuerte el dicho asturiano de «al platu vendrás arbeyu», y luego, en otra situación futura y parecida a esta, se dediquen a especular con el remedio cuando lo encuentren.

Bueno, tampoco debemos tenerles miedo. Personalmente pienso que en realidad no será para tanto. Algunas, con lo que han sacado hasta ahora, tienen para llenar la nevera unos cuantos años, y seguramente ya se esperaban que tarde o temprano la vacuna acabaría siendo un bien compartido. De ahí que lo convirtieran en una competición de velocidad. No nos olvidemos de que estas empresas miden las pulsaciones del planeta con un estetoscopio muy sensible, y por su propio bien, nunca dejarán que la cuerda se tense tanto como para que se rompa. Saben calibrar perfectamente sus esfuerzos para que al final el beneficio económico siempre resulte estimulante.

Lo que me da mucha pena, y al mismo tiempo me preocupa, es pensar en que nunca sabremos hasta donde llega su capacidad, ni tampoco sus escrúpulos. Me pone los pelos de punta imaginarme algo como la cura para el cáncer, o la vacuna contra el SIDA, congelada en el disco duro del ordenador de un directivo de una de estas empresas, aguardando a que la rentabilidad de los tratamientos actuales baje tanto como para cambiar de estrategia. El problema, es que mientras que las reglas del juego no cambien, y para esto no queda más remedio que todas las naciones, al menos las grandes, se pongan de acuerdo en algo aunque parezca casi imposible, nuestro futuro sanitario seguirá dependiendo de estos gigantes.

Francisco Ajates

 

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Yo sí me vacuno

No me puedo creer que a estas alturas de la película todavía haya gente que aún duda de si hay o no que vacunarse.

Yo creo por encima de todas las cosas en el derecho individual de las personas, pero hay una frase del filósofo y escritor Jean-Paul Sartre que se me ha quedado grabada en la cabeza desde que la escuché por primera vez cuando era pequeñito: «La libertad de una persona termina donde empieza la de los demás», y para mí, que desde siempre estas palabras han sido poco más que un dogma de fe, no me queda ninguna duda de que el no acudir a la cita con la jeringa cuando nos toque, es casi como apuñalar en el corazón el derecho de los demás a seguir viviendo. Siento si a alguien esta afirmación le ofende, y reconozco que la frase es muy dura, al igual que también sé que el miedo a lo desconocido es libre. Quizás, el hecho de que esta vacuna haya llegado mucho antes de lo que viene siendo habitual para este tipo de medicamentos, incluso a alguien le pueda parecer abrumador, sobre todo teniendo en cuenta el beneficio económico que hay detrás de aquellos que se han apuntado el tanto de ser los primeros en fabricarla. Pero no nos engañemos. Eso ocurre con este y con cualquier otro medicamento, y como ya he dicho otras veces, en la virtud que hemos tenido como especie para globalizar el mundo está nuestra pena, y ese es el precio que tenemos que pagar por el perdón de nuestros pecados. Nadie nos va a regalar nada, salvo esta dichosa enfermedad que nos ha caído en gracia. Además, pensándolo con frialdad, si el interés económico no fuese tal, tened por descontado que esta vacuna, como la gran mayoría que son fundamentales para salvar vidas en el tercer mundo, no llegaría aquí hasta bien terminada esta década que acaba de comenzar.

Un caso distinto lo constituyen aquellos que no quieren esta vacuna como tampoco quieren otras. Quizás eso es más una filosofía de vida, y en nuestra época, luchar contra la tosferina, la polio, el sarampión, la rubeola, la hepatitis A o el tétano, por ejemplo, sí que se trata de una opción individual de las personas, y ahora es fácil elegir cualquiera de los dos bandos. Pero si echamos la vista atrás y miramos lo que ocurría por ejemplo a primeros del siglo XX, a ver quién era el valiente que no se vacunaba del sarampión si la vacuna existiera entonces, cuando sabemos pasado el tiempo que la enfermedad terminaría matando con los años a más de 200 millones de personas, mientras que ahora la incidencia en un país como el nuestro y desde que hay vacuna es prácticamente nula. Y digo prácticamente, porque en los últimos tiempos, esto de negarse a las vacunas parece que se está poniendo de moda, y si nos descuidamos vamos a ver cómo el puñado de casos que poco a poco ha ido en aumento durante estos últimos años, al final termina convirtiéndose de nuevo en un problema. Un problema que ya teníamos solucionado. Como todos los que con los años ha ido solucionando la medicina moderna para hacer que la esperanza de vida en España, sin ir más lejos, haya pasado de los 60 a más de los 80 en apenas cincuenta años.

Un tema aparte en esto de la Covid es la gestión desastrosa de la vacunación. Una vez más, aunque en esta ocasión no solo ha ocurrido en España, puede que incluso haya sido peor en alguno de los grandes países de nuestro entorno, después de estar implorando la vacuna durante todo este año, cuando por fin ha llegado no hemos sabido qué hacer con ella. Pero a ver, ¿esta gente que llevaba tiempo discutiendo por el número de dosis que les iba a tocar, acaso no sabían que por pocas que fuera, alguna neverita de estas llenas de frascos terminaría llegando a sus centros? ¿Para qué narices las querían entonces tan pronto? Es de traca. Todavía no me explico cómo es posible que después de tantos meses sabiendo que esto iba a ocurrir, es decir, que tarde o temprano habría un puñado de dosis a disposición para empezar a inmunizar a la población, no hubiese un ejército de sanitarios armados con jeringuillas para inyectarlas a los pacientes en cuanto estos se pusiesen a tiro. Y es que lo más normal, sería estar esperando ansiosamente por dosis nuevas, en lugar de guardar las que llegaron esperando que la situación se vuelva propicia. ¿Acaso hay tiempo que perder? En fin…

De cualquiera de las maneras, yo en cuanto pueda, vaya si me vacuno. Estoy muy cansado de esta enfermedad, y tengo clarísimo que hay que luchar contra ella con todas las armas que tengamos a nuestra disposición. Y sin duda, la medicina moderna es la mejor de nuestras aliadas, aunque detrás de cada pandemia siempre haya alguien que se enriquezca. Como ya dije antes, esa es precisamente nuestra penitencia.

Francisco Ajates

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Y a pesar de todo, elijo no perder la sonrisa

Son tiempos difíciles para los humanos, no lo vamos a negar. Nadie contaba con ello, y de repente, un bicho pernicioso, un ser microscópico escapado de una de las novelas de Stephen King, ha salido de la nada y nos ha demostrado lo débiles que somos como especie. No me refiero solamente a la debilidad física, que también, y si no, que se lo digan a los miles de personas que por desgracia están dejando este mundo antes de lo que esperaban a causa de la enfermedad. De lo que hablo, es de la flaqueza cooperativa de la que hemos hecho gala desde que se declaró la pandemia… y en esto, como siempre, y lo digo con mucha tristeza, los españoles en las trincheras y a la cabeza. Con tristeza y con rabia. Porque si no bastaba con llevar años contemplando cómo la clase política se devaluaba en nuestro país jugando al populismo, cómo los partidos independentistas se radicalizaban y le vendían ideas utópicas a su gente con la única intención de pescar en río revuelto, cómo la crisis del 2009 se volvía eterna, o nuestros jóvenes más inteligentes tenían que emigrar para labrarse un futuro, el déficit insalvable, la corrupción, las pensiones en la cuerda floja ―casi un sueño en el futuro como el de la independencia―, el paro que no termina de bajar, la sanidad sin presupuesto, los colegios bajo mínimos; pues ahora, cuando el virus entra en Europa, nosotros ahí también los primeros, no fuera a ser… Joder, si hasta el rey emérito ha decidido largarse del país porque no aguantaba el bochorno…

La verdad es que es para mear y no echar gota, para salir corriendo y no detenerse hasta llegar a Marte.

Pero no os desesperéis. Coged un buen libro y sentaos con tranquilidad a disfrutarlo, porque creedme si os digo que como todo en esta vida, lo del COVID acabará pasando, y seguro que entonces recuperaremos eso que hemos perdido hace unos meses sin comerlo ni beberlo. Y ahora no hablo de los debates televisivos, ni de las elecciones cada seis meses, eso si Dios quiere tardaremos en volver a verlo. Me estoy refiriendo a las reuniones con los amigos los viernes en la terraza del bar, mientras nuestros hijos juegan a ser mayores con un móvil sin tarjeta. Las cenas con la familia, las verbenas de verano con la caja de sidra entre las piernas mientras escuchamos a Ráfaga como si estuviésemos en un concierto de los Rolling, o el Molinón hasta los topes llorando los goles del contrario; las manifestaciones en el barrio porque no se ve bien la tele, las bodas hasta las tantas de la madrugada bailando poseído con la tía del pueblo como si fuese esa tu última noche en la tierra. Los abrazos y los besos entre conocidos que hace tiempo que no se ven, las fiestas de fin de curso con espuma, y los carnavales, y el Domingo de Ramos bendiciendo la palma con la única intención de que la madrina suelte el bollo. Los viajes del INSERSO a Benidorm en noviembre para menear el esqueleto, los guiris, apelotonados en la playa empapándose de este sol tan nuestro hasta conseguir un bronceado tipo cangrejo, algo con lo que regresar a su país y presumir de quemadura con el vecino. Incluso los hippies agolpados vendiendo pulseritas en los mercados medievales, el descenso del Sella, el Xiringüelu un día más tarde, la despedida de soltero, la del jubilado que lleva cuarenta años en la empresa…

En fin, son tantas cosas las que hemos dejado de hacer, que aunque en España nos empeñemos siempre en estar a la cabeza de lo malo, hay algo en lo que nadie nos gana, y tal vez por eso nos critiquen desde fuera y seamos la envidia de todos los que vienen aquí por el verano y se desmadran sin control. A los españoles nos han enseñado desde pequeños el verdadero significado de la palabra VIVIR, y lo hacemos como nadie y siempre en compañía. Pase lo que pase.

Solamente tenemos que ponernos las pilas y hacer que entre todos, unidos en el respeto principalmente, logremos que este mal trago acabe pronto y no se nos vaya de las manos más de lo que ya se nos ha ido. Tratemos de proteger lo que tenemos y quitémonos de la cabeza eso de que España es un país de pandereta, porque es mentira, aunque pandereteros haya muchos. Esta es una nación rica en sentimientos y eso es lo que siempre nos ha unido, así que hagamos de nuestra manera de ser un baluarte para ganar esta batalla, y no miremos más arriba buscando responsables. Esto ha llegado aquí sin merecerlo, de acuerdo, pero ahora es cosa de todos, y cuando nos demos cuenta de ello, el camino hasta la salida se hará mucho más corto.

Es precisamente por esta fe que tengo en los que me rodean, por lo que, a pesar de todo, elijo no perder la sonrisa, aunque ahora nadie pueda verla porque una mascarilla oculta mi rostro.

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