Indultos para los infectados

Seguramente, alguien habrá pensado al leer el título del artículo, que me iba a meter en el cenagal en el que andan estos días nuestros políticos chapoteando. Nada más lejos de la realidad. Dios me libre de colarme en el medio de un dilema que divide a esta nación en dos mitades equidistantes. Por un lado, los que tratan de vender el asunto como un paso hacia adelante, como un acto de confianza y buena fe para acercar posiciones con esa mitad de catalanes que sueñan con la secesión, cuando está claro que lo único que están haciendo es pagar el primer plazo del rédito político que compraron hace ahora un par de años; y por el otro, los que en lugar de presentarse como solución al problema, han decidido echar más leña al fuego de la que es capaz de soportar la hoguera. Estos últimos le están metiendo tanto combustible al dilema, que terminarán sofocándolo por falta de oxígeno, y serán ellos los primeros en pagar las consecuencias en unas próximas elecciones. Será ahí cuando se den cuenta de que el papel de pirómanos ya está copado por otros. Y entre tanto, los indultados, que en lugar de arrepentirse del pecado, están vendiendo esta decisión democrática y constitucional, que no se le olvide a nadie, como una derrota absoluta del Estado opresor que no les deja echar a esa misma hoguera de la que hablo la Carta Magna que ahora les ha dejado salir de la cárcel. En fin, como digo, prefiero no hablar de este tema porque no consigo verle nada bueno, lo mire desde el lado que lo mire.

Sí en cambio me ha parecido oportuno comentar esta semana lo ocurrido en Mallorca con ese montón de adolescentes, y no tan adolescentes, que se ha pensado como tantos otros primero, que lo del virus no iba con ellos. Y es que al final, la fiesta ha terminado con 1.200 contagios relacionados con este brote balear, más de 4.500 personas en cuarentena, alguno seguramente aterrorizado notando que el bicho volvía a estar cerca ahora que cada vez lo estamos viendo más lejos, y alrededor de unos 300 encerrados con pensión completa durante un par de semanas en bonitos hoteles con vistas al mar.
Bueno, pues con este panorama, justificando entre todos tamaña desfachatez con el discurso de lo difícil que es contener el ímpetu pubescente después de un año de restricciones, pues resulta, que hemos estado toda la semana viendo en televisión a unos cuantos cabreados por haberse quedado encerrados en la isla con todos los gastos pagados, en lugar de regresar a sus casas a continuar la fiesta con los amigos el fin de semana posterior al viajecito a Mallorca. Cabreados los reos, y cabreados los padres, que hablaban incluso de secuestro. Y me pregunto yo, ¿estaban estos, los enfadados, y los que no, que como siempre en estos casos pagan justos por pecadores, y esta vez también los hay que no se lo han tomado mal, como los hay que lo han hecho bien y han caído en el mismo saco que los imprudentes, tan preocupados por ver a sus padres cuando saltaban al calor de una hoguera en la playa, el día después de aterrizar en la isla, botella en mano junto con otros cientos que se habían olvidado por completo de dónde venimos este año tan largo? Pues seguramente no, como tampoco esos padres cuando decidieron financiar el viaje, con los dedos cruzados primero para que no sucediera nada de lo previsible, y con los ojos cerrados después para no ver las consecuencias del maremoto que provocó ese macrobrotellón de Mallorca, si se me permite la palabra.

Dicho esto, también soy consciente de que es muy complicado meter en la cabeza de algún chico de 17 años que el virus mata, porque su cabeza está repleta de muchas otras cosas difíciles de controlar a esas edades (parezco el abuelo cebolleta, lo sé). Y del mismo modo, entiendo que es complicadísimo gestionar para los padres esa revolución hormonal tan descontrolada en algunos casos. Así que no vamos a culparlos solo a ellos por lo sucedido. En esto también hay que sacarle los colores a los que autorizaron en Mallorca, y en otros sitios de este país en los que está sucediendo algo similar madrugada tras madrugada, que cientos de chavales se apelotonaran sin tener en cuenta ninguna medida higiénica en un momento en el que aún no hemos derrotado por completo al dichoso virus. Aunque creo que esto también ocurre porque los mensajes que se envían a veces desde las organizaciones son tremendamente contradictorios, por eso de guardar la imagen de tranquilidad con vistas al turismo, que no nos olvidemos, es la principal fuente de ingresos de esta nación regada por el sol del Mediterráneo.
Quizás por todo esto de lo que hablo, debemos ser un poco más comprensivos con lo  sucedido en Mallorca y pensar en concederles a los chicos el indulto, como ha hecho una juez en Mallorca dejando marchar a los que estaban en cuarentena, en lugar de criminalizarlos ahora que ya ha pasado. Si no a todos —porque igual que son mayorcitos para irse a coger una tranca a mil kilómetros de su casa, después de lo que llevamos encima, también lo son para saber cuándo hay que ponerse la mascarilla por mucho que alguno se quiera agarrarse ahora precisamente a la falta de supervisión—, al menos a los que visto lo sucedido han creído oportuno arrepentirse o incluso disculparse. Pero igualmente, me gustaría aprovechar estas pocas frases para recordarnos a todos que aunque el final del camino está cerca, debemos medir con calibre lo que hacemos, porque cualquier descuido nos vuelve a la casilla de salida antes de que nos demos cuenta, y creo que ya ha llegado la hora de dejar de contar muertos. Recordad, mientras no estemos todos vacunados, el virus seguirá corriendo entre nosotros. No estamos libres de contagiarnos y solo los que tengan ya la vacuna podrán pasar la enfermedad sin sufrir los efectos más graves. Si es ya es casi imposible evitar el contagio cuando el virus pasa cerca, por muy bien que lo hagas, qué decir si además nos dededicamos a montar fiestas multitudinarias.

Tenemos que empezar a vivir libres cuanto antes, pero todos, no solo los chavales. Y mientras no llegue la vacuna a la mayoría de la población, cada vida que consigamos salvar gracias al trabajo colectivo, habrá hecho que merezca la pena el esfuerzo.

Francisco Ajates

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El gran negocio de la salud

Siempre que hay una crisis, alguien sale beneficiado. Y el provecho de unos pocos, suele ser inversamente proporcional a la desgracia de la mayoría, así que imaginad qué ha ocurrido con esta que estamos sufriendo ahora que es de una envergadura épica.

Siempre ha sucedido lo mismo, y en este caso, desde que empezó la pandemia, han surgido multitud de empresas que han visto el negocio donde los demás solo veíamos muertos. Para muestra un botón. Recordad si no aquellas primeras mascarillas que llegaban con honores televisivos en avión desde la China fantástica, la misma que primero nos mandó el virus, y por las que pagamos un precio que tenía más que ver con la escasez que con la calidad higiénico sanitaria que se les suponía. O la proliferación de productos desinfectantes terminados en –ol y con poderes mágicos, que nos aseguraban desde los primeros días que una ducha en ellos al entrar en casa era suficiente para mantener alejado al bicho de la familia —os confieso que yo llegué a tener las manos tan blancas y arrugadas que mis huellas se volvieron indactilares, si se me permite la palabra. Del asunto del papel higiénico prefiero no hablar demasiado. Pienso que este fue solo un negocio pasajero que funcionó bien los primeros días de la pandemia, probablemente porque el miedo a infectarnos hizo mella en nuestro tránsito intestinal, y ante la posibilidad de vernos sentados en el bidé si la cosa se ponía más chunga, preferimos llenar la despensa de celulosa en rollos aunque alguno se hiciera con reservas suficientes para lo que queda de década, no fuera a ser que la cagalera durase más de la cuenta.

Bueno, bromas aparte, no cabe duda que en cualquier ámbito de la vida, cuando la cosa se pone fea, surgen oportunistas expertos en pescar en río revuelto. Pero cuando además, lo que se ve en un brete es la salud de la humanidad al completo, son las empresas farmacéuticas las que se ponen manos a la obra para conseguir el mejor cebo, y podemos asegurar que estas no se andan con chiquitas. Aquí el asunto cobra una magnitud desproporcionada, y cuanto mayor es el problema y más graves son las consecuencias, más ceros que se suman a la cuenta de beneficios de estas empresas. Para que os hagáis una idea, justo ahora que se publica el balance de estas cuatro farmacéuticas que han ganado la carrera por comercializar la vacuna contra el Coronavirus, nos encontramos que Moderna, por ejemplo, solo el primer trimestre del año, ha ganado 1.221 millones de euros frente a los poco más de 200 del mismo periodo en el año anterior, una cifra tampoco despreciable. Y claro, ahí es donde surge el dilema moral con el que llevamos días debatiendo: que si patentes sí, que si patentes no.

A priori, la respuesta parece clara. Por supuesto que hay que liberalizar las patentes para que cualquiera pueda fabricar esas vacunas y así lleguen pronto a los países más necesitados. Y si no, que se lo digan a los pobres habitantes de la India, que llevan semanas incinerando ciudadanos en las calles porque ya no saben qué hacer con sus muertos.

Pero cuidado, que algo que parece tan obvio, tal vez sea una quimera, y es aquí dónde surge el debate. ¿Qué hubiese sucedido hace unos meses, si estas farmacéuticas que se frotaron las manos con la idea de encontrar la salvación para la especie humana, creyesen que el beneficio que iban a obtener por ella era menor del esperado? ¿Habrían corrido tanto para encontrar la vacuna? Pues la verdad, no lo sé. Probablemente no. Ya lo he dicho otras veces, y creo que en nuestra virtud para globalizar el mundo está nuestra pena, y este es uno más de los peajes que tenemos que pagar. Hoy en día todo es negocio, hasta la salud, y dudo mucho que los gobiernos estuviesen preparados para afrontar una situación tan complicada como esta, cuando en algunos sitios como en España, por ejemplo, llevamos años recortando la inversión en ciencia e investigación. Así que aunque ahora pensemos que lo más fácil es cortar por lo sano, tenemos que pisar con pies de plomo, no fuera a ser que estas grandes empresas hagan fuerte el dicho asturiano de «al platu vendrás arbeyu», y luego, en otra situación futura y parecida a esta, se dediquen a especular con el remedio cuando lo encuentren.

Bueno, tampoco debemos tenerles miedo. Personalmente pienso que en realidad no será para tanto. Algunas, con lo que han sacado hasta ahora, tienen para llenar la nevera unos cuantos años, y seguramente ya se esperaban que tarde o temprano la vacuna acabaría siendo un bien compartido. De ahí que lo convirtieran en una competición de velocidad. No nos olvidemos de que estas empresas miden las pulsaciones del planeta con un estetoscopio muy sensible, y por su propio bien, nunca dejarán que la cuerda se tense tanto como para que se rompa. Saben calibrar perfectamente sus esfuerzos para que al final el beneficio económico siempre resulte estimulante.

Lo que me da mucha pena, y al mismo tiempo me preocupa, es pensar en que nunca sabremos hasta donde llega su capacidad, ni tampoco sus escrúpulos. Me pone los pelos de punta imaginarme algo como la cura para el cáncer, o la vacuna contra el SIDA, congelada en el disco duro del ordenador de un directivo de una de estas empresas, aguardando a que la rentabilidad de los tratamientos actuales baje tanto como para cambiar de estrategia. El problema, es que mientras que las reglas del juego no cambien, y para esto no queda más remedio que todas las naciones, al menos las grandes, se pongan de acuerdo en algo aunque parezca casi imposible, nuestro futuro sanitario seguirá dependiendo de estos gigantes.

Francisco Ajates

 

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La realidad asusta más que la incertidumbre de las vacunas

Hace mucho tiempo que la información se ha convertido en negocio, y desde el momento en el que se mercantiliza la noticia, la manipulación se convierte en una eficaz herramienta para el que la vende.

Durante los últimos veinte años el flujo de información, y desinformación, con el que convivimos es tan apabullante, que cualquier cosa que logre captar nuestra atención durante un par de minutos seguidos de pronto se convierte en tendencia, su productividad se multiplica de manera exponencial, y el ansia por alimentar el apetito del espectador se vuelve un acicate para retorcer sin escrúpulos la verdad hasta hacer que un simple dato, algo que en otra circunstancia no pasaría de una triste estadística consecuencia siempre de la heterogeneidad del ser humano, de pronto se transforme en el argumento negacionista de mesías visionarios que aunque tienen el cerebro frito por las drogas, consiguen media hora en televisión para despreciar sin escrúpulos los casi 3 millones de muertos que ya se ha cobrado esta pandemia en todo el mundo.

Es perfectamente entendible que la gente tenga miedo, sobre todo a lo desconocido, y eso es precisamente lo que son estas vacunas para nosotros, lo son incluso para los que las han patentado —sobre el debate de las patentes quizás hablemos otro día—. Pero no debemos confundir el riesgo con la percepción del mismo, que es precisamente lo que significa el miedo. Esto que parece un juego de palabras, es fácilmente entendible con algún ejemplo.

En el año 2018 en el mundo se murieron 1,35 millones de personas en accidente de tráfico, frente a las poco más de 200 que fallecieron en un accidente aéreo. Visto esto, no parece normal que haya tanta gente que tiene miedo a montar en un avión, y prácticamente nadie lo tenga a viajar en coche; más allá de hacerlo con un abuelo de 90 años al volante, el mismo que acostumbra a sacar el morro del viejo R9 para comprobar si viene alguien por el otro carril un instante antes de hacer el adelantamiento. Bueno, bromas aparte, este dato apabullante es casi el mismo que el que representan ahora los datos de incidencia con las vacunas. Y es que después de llevar un año bailando con el Coronavirus, hemos dejado de temerle, quizás porque tenemos la falsa, y triste, impresión de que solo se llevará por delante a ese anciano del R9, y ya no somos capaces de valorar el verdadero riesgo que supone que nosotros o alguien de nuestro entorno termine contagiado. Y a cambio, gracias a que llevamos desde enero disfrutando de los sempiternos desfiles televisivos de brazos humanos sometidos al yugo de la jeringa, los medios han visto filón en ensalzar los efectos adversos de las vacunas, y nosotros, nos hemos echado a temblar pensando que en alguna de esas vacunas nos están inyectando poco más que un veneno mortal destinado a acabar con la especie humana. Sirva de ejemplo para esta paradoja: en España, desde que empezó la pandemia y en números redondos se han diagnosticado unos 3,5 millones de contagiados y certificado unas 70.000 muertes. Esto quiere decir que, de cada 100 personas que se contagian, más de 2 se mueren. Es un dato que, aunque sea solo la mitad pensando que los casos positivos han llegado a ser el doble, asusta solo de pensarlo. Pero si hacemos algo parecido con los datos de las vacunas, y cogemos por ejemplo lo que ha ocurrido con esta que está a punto de llegar desde Estados Unidos, es decir, que de 6 millones de inoculados al otro lado del charco, solamente 6 han padecido un efecto secundario grave, no siempre fallecidos, nos encontramos con que es infinitamente más probable que te caiga el famoso tiesto en la cabeza a que te arrepientas de vacunarte.

Uno más: ¿alguien se ha puesto a leer con calma el consentimiento que se firma por culpa de la anestesia antes de entrar en un quirófano para operar algo tan simple como una apendicitis, por ejemplo? En casos como este, el miedo a las consecuencias por no operarse pesa mucho más que el que le tenemos a la anestesia, y corremos hasta el último párrafo del contrato para estampar un autógrafo antes de que nuestros ojos se abrasen con cualquiera de los letales tecnicismos que abarrotan sus páginas.

Como dije al principio del artículo, en estos tiempos en los que vivimos, la noticia es un producto muy valorado por los mercados informativos, y si se pone de moda hablar de los efectos secundarios de las vacunas, pues allá que van todos a competir por la primicia. Pero nosotros tenemos que ser más listos y valorar en su justa medida el contenido del mensaje. Ser capaces de eliminar las florituras y no dejar que el sensacionalismo alimente nuestro miedo. Quizás alguno tenga la desgracia de sufrir un efecto por culpa de la vacuna. Puede que algún lote de estas vacunas salga mal fabricado, del mismo modo que puede suceder con un producto cualquiera de la mejor marca del mercado. Pero pensad que si no nos vacunamos, al final todos acabaremos pillando el bicho. Y si la proporción de fallecidos se mantiene, cuando acabe la ronda de contagiados, los que tengan la suerte de contarlo no encontrarán un sitio libre donde enterrar a sus muertos.

Francisco Ajates

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Atrapados en Marruecos

Vaya por delante que para nada me gusta hacer gracia de las desgracias ajenas. Y ante todo, espero que la situación por la que están pasando los miles de españoles que esta semana se han visto atrapados en el país vecino, al otro lado del estrecho, a causa de la suspensión de vuelos con Europa, pase rápidamente y todo el mundo pueda regresar a su casa más pronto que tarde. Quizás no vuelvan con el recuerdo que esperaban del viaje a Marruecos, pero estoy seguro de que al menos lo harán convencidos de que las vacaciones habrán sido absolutamente inolvidables.
Ahora bien, más allá de todos aquellos que hoy están allí atrapados por pura obligación, y cuando digo obligación me refiero a temas de índole laboral o familiar, cuestiones que para muchos de ellos y muy a pesar suyo, seguro que eran totalmente ineludibles, ¿a quién coño se le ocurre salir de España con la que está cayendo? Y es que cuando los demás, sobre todo aquí en Asturias, aún estamos tratando de digerir gran parte de las medidas anticovid adoptadas para la Semana Santa, 3000 españoles deciden jugarse el pellejo, metafóricamente hablando, claro está, y cogen un avión para irse a pasear en dromedario por el desierto o a tomarse un té a Marrakech después de visitar su zoco. ¿En serio? ¿Acaso no se habían dado cuenta después de un año de pandemia de que moverse fuera de tu país por gusto es correr un riesgo totalmente innecesario? Igual es que se creían inmunes al virus, y pensaron que también lo eran a las medidas restrictivas. Pero no, no lo eran, y ahora están allí atrapados, sabe Dios por cuánto tiempo, pensando con tristeza en lo agustito que estarían en su casa muriéndose de risa de todos aquellos que ahora están allí muertos de asco, intentando buscar un transporte para regresar a su comunidad autónoma, lugar del que probablemente nunca deberían de haber salido. Algunos estarán incluso viviendo con el temor de que además de perder el tiempo, justo en este momento estén perdiendo su trabajo por no llegar precisamente a tiempo de reincorporarse cuando les toca.


Bueno, juegos de palabras aparte, hay que reconocer que ahora lo tienen bastante fastidiado, y de verdad espero que pronto el gobierno mande un avión a buscarlos, porque me da a mí que Marruecos no es un sitio en el que sobren las ayudas institucionales cuando las cosas se ponen chungas. Pero hablando de turismo, si tengo que compadecerme de alguien, además de las decenas de miles de almas que ya se ha llevado el maldito virus, prefiero hacerlo de las decenas de miles de personas que viven de la hostelería en Asturias y que llevan más de un año viendo dilapidada su estabilidad económica, desesperados muchas veces porque las ayudas prometidas no acaban de llegar, y el negocio por el que apostaron hace años, el lugar en el que pusieron todas sus esperanzas de futuro, el único sustento familiar para muchos de ellos, continúa cerrado a cal y canto, y más ahora que se ha cumplido un año desde el primer confinamiento. Además, imagino que para ellos tiene que ser complicadísimo digerir el hecho de que en otros sitios, algunos con peores índices de incidencia de la pandemia, se enorgullezcan de abrir sus puertas para que el resto vayan a visitarlos; no solo desde otras comunidades, sino también desde otros países, atraídos estos últimos por el reclamo de la barra libre social en tiempos de crisis sanitaria.
Y es que de verdad entiendo que para el dueño de una casa rural en cualquier pueblo asturiano, cueste asimilar por qué estos días en Asturias alguien puede ponerse a hacer cola para cruzar la Senda del Oso en Proaza, o en la playa del Silencio en Cudillero para hacerse un selfie con el Cantábrico de fondo, pero no pueda irse a dormir con su familia, con la misma que convive todo el año, a un hospedaje en Taramundi, por ejemplo. Con lo sencillo que sería para sus dueños algo tan simple como pedir el DNI a todos y cada uno de los huéspedes para cerciorarse de que vienen de la misma casa. Es más, el dueño de ese hotelito, estará ahora mismo asomado en la ventana, viendo con incredulidad las terrazas de los restaurantes de la villa abarrotadas por cientos de asturianos que no se han resistido a quedarse en casa estos días. Cientos de asturianos que más tarde cogerán el coche, algunos quizás más cargados de la cuenta, para dormir en su propia casa cuando hubiese sido mejor que lo hubiesen hecho en ese alojamiento, no quepa duda que cumpliendo con rigurosidad con todas las medidas sanitarias, y así al menos esos hosteleros podrían haber remontado un poco el vuelo después de llevar arrastrándose por el suelo desde marzo del año pasado.


El mensaje está claro. Es mejor salvar vidas que salvar las vacaciones. Yo soy el primero que me sumo a eso, y creo que fue un error enorme tratar de mirar para otro lado durante las pasadas Navidades. Pero aun siendo consciente de lo difícil que es lidiar con esta situación, creo que a veces es peor tomar decisiones a medias. Si abrimos los bares, ¿por qué cerramos a las ocho y dejamos que la clientela se amontone un metro más allá de la terraza en la que minutos antes estaba sentada guardando la distancia pertinente? Si dejamos que un asturiano se desplace a un pueblo a comer una paella, ¿por qué no permitimos que se quede a pasar la noche allí con su familia, controlando que es la misma con la que duerme a diario, y así dejamos que algunos hosteleros levanten la cabeza?
Supongo que todo se basa en limitar la movilidad, con el objetivo último de limitar los contagios. Pero repito, entiendo que para algunos, los que están sufriendo esta pandemia desde otro punto de vista, muchas de estas medidas tomadas a medias no tengan ni pies ni cabeza. Para todos estos, y no para los que se han quedado atrapados en Marruecos por pensar en vacaciones, va este grito de ánimo y esperanza. Tenéis que aguantar un poco para que en unos meses, cuando por fin se acabe esta mierda, podáis volver a recibirnos al resto con los brazos abiertos como siempre habéis hecho. Preparad vuestros hoteles, vuestras casas rurales, vuestros comedores… Las ganas de disfrutar fuera de casa son tantas, que reservar una habitación se volverá casi una hazaña, y veréis cómo en poco tiempo recuperamos lo perdido y hacemos que este mal trago se convierta en un triste recuerdo. Ya casi estamos ahí, solo falta un último esfuerzo, porque a este virus apenas le queda el último aliento.

Francisco Ajates

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AHORA NO PODEMOS RENDIRNOS

Estamos empezando a vivir sin esperanza y eso es un claro signo de derrota.

Llevamos tanto tiempo sufriendo esta pandemia, que me da la sensación de que ha llegado a calar entre nosotros la imagen del desaliento. Y el resultado de este sentimiento de desesperanza es que, antes de que nos lleguemos a vacunar contra el virus, vamos a terminar inmunizados contra sus efectos. Y no hablo de los efectos que la enfermedad causa en el organismo de las personas, sino de aquellos que sufrimos como individuos en el seno de la sociedad en la que estamos viviendo. Tengo la impresión de que con el tiempo, poco a poco se ha ido construyendo una coraza alrededor de cada uno de nosotros, que aunque no evita que el virus nos alcance, sí que ha logrado que veamos sus consecuencias como algo anecdótico, triste pero casual, como el simple resultado de un sorteo que a nosotros nunca nos toca, igual que tampoco lo hace el de la Lotería de Navidad el 22 de diciembre de cada año.

Es más, a fuerza de ver una y otra vez los cansinos telediarios, estoy convencido de que hemos aprendido a mirar los datos epidemiológicos con ojos de estadista, como simples números que se suceden y a los que hay que buscarles un significado, y lo que es peor, una tendencia matemática. Algo en lo que no debemos caer, porque entonces olvidaremos que detrás de cada número que engorda los índices de esta enfermedad, hay una persona nueva que se contagia con el virus, uno más que ingresa en un hospital, alguien que termina sedado e intubado en una UCI, o lo que es infinitamente peor, un padre, o una madre, o un hermano, o un amigo, o un hijo, que se muere.

Y me da mucha pena reconocerlo, pero cada vez percibo con más claridad este desánimo por aburrimiento en la gente que me rodea. Cada vez creo que estamos más cerca de darnos por vencidos, cuando ya casi hemos ganado la guerra. Y entre los que parece que todo les da igual, aquellos que de insensibles han pasado a crueles y organizan fiestas multitudinarias para reírse de los que se mueren, estamos empezando a caminar los demás, pensando que esto no tiene arreglo, y que por mucho que hagamos al final terminaremos por contagiarnos del virus; algo así como «sálvese quien pueda». Tal vez pensemos por error que lo peor que nos puede suceder es tirarnos en cama un par de semanas, precisamente viendo en la pantalla cómo son otros los que engordan las listas de fallecidos. No nos equivoquemos, este virus no discrimina, y si te alcanza, será solo una cuestión de suerte el que no termines intubado rogándole a una enfermera, quizás la última persona a la que veas justo antes de que te seden, que por favor, en cuanto mejores un poco te despierte, que tus hijos esperan que regreses a casa y sigas cuidando de ellos como has hecho hasta ahora.

Tenemos que ser fuertes. Tenemos que seguir luchando. Tenemos que salir a la calle mirando hacia el frente con la cabeza bien alta, pero conscientes de que todavía estamos librando una batalla muy dura, una que aún dejará gente por el camino a poco que nos volvamos laxos con las medidas. Porque si empezamos a rendirnos, o a relajarnos por exceso de confianza, habrá muchos que no logren superarlo; y no os quepa la menor duda de que detrás de cada uno de los que se vaya, un montón más sufrirán su pérdida. Los que se han muerto no son solo un número, como tampoco son una tendencia los que se van a morir mañana, o los que lo están haciendo ahora mientras tú estás leyendo estas líneas.

Justo cuando ya se empieza a ver el final de este túnel tan negro, no podemos rendirnos. Ya falta poco, y aunque nosotros no podamos evitar que el virus mate a una persona contagiada, no dejemos que sea el desánimo quien lo haga. Pensad que por mucho que cueste quedarse en casa, por mucho que fastidie llevar puesta una maldita mascarilla durante todo el día, por más que te duela no poder salir a tomar unas cervezas con los amigos un viernes por la tarde, con que con tus actos se logre salvar una vida, una sola de los cientos que se apagan como velas fatigadas a diario, el esfuerzo habrá valido la pena.

Francisco Ajates

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Yo sí me vacuno

No me puedo creer que a estas alturas de la película todavía haya gente que aún duda de si hay o no que vacunarse.

Yo creo por encima de todas las cosas en el derecho individual de las personas, pero hay una frase del filósofo y escritor Jean-Paul Sartre que se me ha quedado grabada en la cabeza desde que la escuché por primera vez cuando era pequeñito: «La libertad de una persona termina donde empieza la de los demás», y para mí, que desde siempre estas palabras han sido poco más que un dogma de fe, no me queda ninguna duda de que el no acudir a la cita con la jeringa cuando nos toque, es casi como apuñalar en el corazón el derecho de los demás a seguir viviendo. Siento si a alguien esta afirmación le ofende, y reconozco que la frase es muy dura, al igual que también sé que el miedo a lo desconocido es libre. Quizás, el hecho de que esta vacuna haya llegado mucho antes de lo que viene siendo habitual para este tipo de medicamentos, incluso a alguien le pueda parecer abrumador, sobre todo teniendo en cuenta el beneficio económico que hay detrás de aquellos que se han apuntado el tanto de ser los primeros en fabricarla. Pero no nos engañemos. Eso ocurre con este y con cualquier otro medicamento, y como ya he dicho otras veces, en la virtud que hemos tenido como especie para globalizar el mundo está nuestra pena, y ese es el precio que tenemos que pagar por el perdón de nuestros pecados. Nadie nos va a regalar nada, salvo esta dichosa enfermedad que nos ha caído en gracia. Además, pensándolo con frialdad, si el interés económico no fuese tal, tened por descontado que esta vacuna, como la gran mayoría que son fundamentales para salvar vidas en el tercer mundo, no llegaría aquí hasta bien terminada esta década que acaba de comenzar.

Un caso distinto lo constituyen aquellos que no quieren esta vacuna como tampoco quieren otras. Quizás eso es más una filosofía de vida, y en nuestra época, luchar contra la tosferina, la polio, el sarampión, la rubeola, la hepatitis A o el tétano, por ejemplo, sí que se trata de una opción individual de las personas, y ahora es fácil elegir cualquiera de los dos bandos. Pero si echamos la vista atrás y miramos lo que ocurría por ejemplo a primeros del siglo XX, a ver quién era el valiente que no se vacunaba del sarampión si la vacuna existiera entonces, cuando sabemos pasado el tiempo que la enfermedad terminaría matando con los años a más de 200 millones de personas, mientras que ahora la incidencia en un país como el nuestro y desde que hay vacuna es prácticamente nula. Y digo prácticamente, porque en los últimos tiempos, esto de negarse a las vacunas parece que se está poniendo de moda, y si nos descuidamos vamos a ver cómo el puñado de casos que poco a poco ha ido en aumento durante estos últimos años, al final termina convirtiéndose de nuevo en un problema. Un problema que ya teníamos solucionado. Como todos los que con los años ha ido solucionando la medicina moderna para hacer que la esperanza de vida en España, sin ir más lejos, haya pasado de los 60 a más de los 80 en apenas cincuenta años.

Un tema aparte en esto de la Covid es la gestión desastrosa de la vacunación. Una vez más, aunque en esta ocasión no solo ha ocurrido en España, puede que incluso haya sido peor en alguno de los grandes países de nuestro entorno, después de estar implorando la vacuna durante todo este año, cuando por fin ha llegado no hemos sabido qué hacer con ella. Pero a ver, ¿esta gente que llevaba tiempo discutiendo por el número de dosis que les iba a tocar, acaso no sabían que por pocas que fuera, alguna neverita de estas llenas de frascos terminaría llegando a sus centros? ¿Para qué narices las querían entonces tan pronto? Es de traca. Todavía no me explico cómo es posible que después de tantos meses sabiendo que esto iba a ocurrir, es decir, que tarde o temprano habría un puñado de dosis a disposición para empezar a inmunizar a la población, no hubiese un ejército de sanitarios armados con jeringuillas para inyectarlas a los pacientes en cuanto estos se pusiesen a tiro. Y es que lo más normal, sería estar esperando ansiosamente por dosis nuevas, en lugar de guardar las que llegaron esperando que la situación se vuelva propicia. ¿Acaso hay tiempo que perder? En fin…

De cualquiera de las maneras, yo en cuanto pueda, vaya si me vacuno. Estoy muy cansado de esta enfermedad, y tengo clarísimo que hay que luchar contra ella con todas las armas que tengamos a nuestra disposición. Y sin duda, la medicina moderna es la mejor de nuestras aliadas, aunque detrás de cada pandemia siempre haya alguien que se enriquezca. Como ya dije antes, esa es precisamente nuestra penitencia.

Francisco Ajates

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Definitivamente nos hemos vuelto majaretas

Esta mañana me he levantado de la cama y mientras desayunaba, me he puesto a leer en mi teléfono la edición digital de uno de los periódicos de tirada nacional, aunque llevo tiempo tratando de evitar hacerlo, por no empezar el día con más agotamiento que con el que me acostaba por las noches en una época anterior no tan lejana. Y entonces, así de sopetón y con el estómago aún vacío, me he topado de frente con un mapa de España pintado a colorines. Uno en el que un periodista trataba de explicar cómo las Comunidades Autónomas se reparten las medidas anti-Covid, en función del criterio del gobernante de turno y del gabinete de «expertos» del que se rodea en cada caso, si es que ese gabinete existe. Porque más bien parece que en la mayoría de las ocasiones no son más que un puñado de amigos jugando al tute en compañía de una botella de wiski que tiembla sus últimos tragos, repartiendo con los naipes las medidas, y esperando a que el azar les propicie un resultado favorable y consigan cantar las cuarenta con un par de figuras del palo que pinta. Esperan que así, sin quererlo, el nivel de infectados por el virus dibuje una curva de descenso, en lugar de seguir escalando hasta Dios sabe dónde, y nuestros ancianos dejen de morirse solos en hospitales con las UCIs abarrotadas.

Y es que de verdad que este asunto ya está empezando a darme miedo, y cada día que pasa, en lugar de sentirme protegido por la figura emblemática del Estado al que pertenecemos, estoy empezando a notar cómo me flojean las rodillas. Porque este galimatías al que nos han abocado no tiene ni pies ni cabeza: que si Asturias cierra las fronteras con el resto de España y pinta otras entre concejos, que si Aragón decide que a las once de la noche todos en casa, pero en los bares hasta las diez; Galicia por su parte afirma que de fronteras no sabe nada, pero las reuniones solo de cinco en lugar de seis personas como el resto; Madrid en cambio, como ahora todo va bien, con cerrar un par de días para que los madrileños no se vayan de puente ya es suficiente; y así, una por una podéis ir repasando las medidas y veréis que no hay dos Comunidades que lo hagan de la misma manera. Es de locos.

No sé cómo vamos a hacer para que esta gente se entere de que no puede ser que cada uno haga lo que le salga de las narices y trate de convencer a sus vecinos de que el criterio elegido es mejor que el del resto, apoyándose bien en la pandemia o bien en la economía, según le convenga para justificar sus decisiones. Y que después vaya improvisando en función de las opiniones que reciban de sus votantes. Esto es un cachondeo, y mirándolo con perspectiva, como he hecho yo esta mañana observando el mapa del periódico, da bastante vergüenza y hasta un poquito de pena. A ver quién tiene el valor de cruzar España ahora, aunque sea por trabajo claro está, sin incumplir alguna normativa local que termine si no en una multa, sí a buen seguro en una reprimenda de algún miembro de los cuerpos de seguridad del Estado que lo pille fuera del horario permitido, o cruzando alguna línea fronteriza marcada en rojo por el virus, mientras explica abochornado que simplemente está de paso, como si ese fuese motivo suficiente para exculpar su pena.

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Pero lo que me parece más triste es que, aunque nos cueste creerlo, o al menos reconocerlo, todos estos que han llegado a ocupar un alto cargo político son gente inteligente, independientemente del color con el que firmen sus leyes. Nadie llega a presidente de una comunidad sin tener un bagaje cultural más o menos denso, o una capacidad de hacer que la falta del mismo no se note, y eso sin duda es también un signo de inteligencia. Y si de algo estoy seguro, es que cuando varias personas inteligentes se sientan en una mesa a buscar la solución a un problema, por muy complicado que sea, siempre acaban sacando algo positivo. O por lo menos consiguen pintar un camino menos tortuoso que al que nos están conduciendo ahora con tanto desmadre de normas sin sentido. Pero nuestros políticos no son capaces. No son capaces de llegar nunca a un consenso ni siquiera en esto, cuando la mayoría de ellos, como tampoco nosotros, tienen ni la más remota idea de cómo ponerle freno a la pandemia.

Joder, ¿no será más fácil ir todos a una, como Fuenteovejuna, y si al final nos equivocamos, pues por lo menos lo habremos hecho juntos? ¿No será mejor dejar de marear al pueblo con normas aisladas e incomprensibles solo por ver si tengo más suerte que el de al lado, y si al final resulta que acierto, pues voy y me cuelgo una medalla? No sé ni cuantas veces lo he dicho ya, pero los españoles estamos hartos de tanta discordia, y si al final seguimos así, pues acabaremos como en marzo todos confinados y después sálvese quien pueda. Porque aunque no lo creamos, el que todos estemos en casa, aunque ayude a frenar a este maldito virus que no entiende de colores, tiene un precio altísimo que no sé si España será capaz de pagar algún día, y si no, que les pregunten a los hosteleros.

Ahora bien, tampoco descarguemos toda la responsabilidad en los políticos, porque ellos solo tienen la capacidad de hacer que la situación empeore, que ya es mucho. En todos nosotros recae la tarea de cumplir con las normas sanitarias, aunque alguna no nos guste. No debemos de caer en el error de pensar que este asunto no va con nosotros, porque si no lo hacemos bien, al final el contagio se convierte en una ruleta rusa, y si la bala no nos toca a nosotros, quizás lo haga a un familiar nuestro que termine aislado y entubado en la fría sala de un hospital, o Dios no lo quiera, engordando las listas de fallecidos por la Covid.

Francisco Ajates

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