Casi no nos hemos dado cuenta, pero un verano más se nos ha ido de las manos. Bueno, puede que aquí en Asturias este año ni siquiera nos llegáramos a enterar de que había entrado allá por el mes de junio. Aunque a estas alturas, y no sé cuántos años vamos ya, parece que los asturianos nos hemos acostumbrado a disfrutar del buen tiempo cuando ya no nos queda tiempo para disfrutarlo, si se me permite el juego de palabras. Pero en fin, qué le vamos a hacer. Quizás esta maldición del cielo gris y encapotado durante todo el verano sea el peaje que tenemos que pagar por vivir en el mejor territorio de este país, alejados de las grandes olas de calor que derriten el resto de la península semana sí semana no durante los meses estivales, o de las tormentas torrenciales que convierten los coches en chalanas en sitios en los que días antes se jactaban de salir de casa solo a la fresca. Aquí no, aquí eso no pasa nunca. Aquí nos hemos instalado definitivamente en la desidia climatológica. Tanto es así, que algunos no guardamos el nórdico ni siquiera en agosto.
Pues con este panorama, tanto este verano como el anterior, puede que ayudados por la pureza de este aire astur, impregnado en el aroma a metal y carbón que todos los que hemos nacido en el Asturias industrial llevamos adherido a la piel desde que éramos unos chiquillos, o por el maldito Coronavirus, o quién sabe si por el clima sin sobresaltos del que tanto nos quejamos nosotros, nuestra Comunidad Autónoma se ha convertido en la preferida de los turistas en España. Sí, ahí lo tenéis. A la chita callando y sin hacer grandes aspavientos, Asturias ha sido en 2021 un lugar en el que la ocupación hotelera ha rozado casi el lleno durante todo el verano. Y justo en una época en la que aún se recomendaba al populacho quedarse en casa para no esparcir el virus. Esto es un dato fantástico del que tenemos que estar orgullosos. Entre todos hemos logrado hacer que nuestra tierra sea el lugar idílico para que el resto de españoles vengan a dejar los cuartos, y día sí día también, las calles de los pueblos más turísticos del Principado se han visto abarrotadas de gentes deseosas de comerse una fabada o de conocer en persona al famoso cachopo del que tanto se habla más allá de la cordillera. Por cierto, hablando de famosos, también estos se han dejado caer por el Principado durante todo el verano. Incluso hemos visto en las redes a alguno de estos personajes conocidos, concretamente a uno con varias estrellas Michelin, chupándose los dedos en un restaurante mientras se deleitaba comiendo un simple arroz con pitu, como si ese plato fuese el más digno manjar de un sultán de oriente medio. Que seguro que lo es, de eso no me cabe ninguna duda.
Ahora bien, aunque es cierto que debemos estar orgullosos de lo que poseemos: de las sendas frescas que pisamos todo el año, de nuestros fantásticos areneros de kilómetros de longitud, igual que de las playas recónditas a las que solo van un puñado de personas cada día; de las rutas de montaña, de nuestros ríos, de los pueblos con aroma a hierba ensilada y a ganado sano y productivo, de nuestros manjares gastronómicos, del jarabe verde y escanciado que nos corre por las venas, de los lagos de Covadonga y la Santina… —es que son tantas las cosas buenas de las que podemos alardear, que si quisiera enumerarlas todas no tendría bastante con un artículo—, los asturianos no debemos olvidar nunca de dónde venimos, a pesar de que el paisaje industrial que nos define sea un tanto menos atractivo.Está claro que Asturias es un valor al alza para el turismo, y esto es bueno para todos los que vivimos aquí. Sobre todo para ese puñado de hosteleros que siempre han mirado con cierta envidia hacia el sur de la península, desesperados muchas veces porque el bueno de Maldonado no se atrevía a borrar el sombrero del mapa de Asturias cuando ofrecía su pronóstico del tiempo. Ahora por fin están recogiendo el fruto de la excelencia, del trato exquisito hacia el visitante que se atrevía a venir aquí en lugar de viajar al sur a pelearse por un sitio en la playa. Pero creo que cometeríamos un error muy grande si a partir de este momento pusiésemos nuestras esperanzas de desarrollo en esta industria tan frágil y traicionera, como ya hicieron otros hace tiempo, confiados en la bonanza climatológica de la que presumen casi todo el año.
El turismo en Asturias es diferente al del resto de España, y seguramente eso es lo que lo está poniendo de moda. Pero cuidado, porque las modas son pasajeras, e igual que vienen se van. Tenemos que procurar entre todos, sobre todo los que mandan, que nuestro turismo no se muera de éxito y que procure mantener la calidad que siempre lo ha definido. Que vengan a visitarnos, cuantos más mejor, pero que nadie piense en aprovechar el tirón para convertir algo tan excepcional en un oasis ficticio durante dos o tres meses en verano, para después dejarlo morir el resto del año convirtiendo nuestros pueblos en desiertos deshabitados.
Solo pensar en ver Asturias transformada en algo así me horroriza, por lo que no debemos dejar que esta moda ahora desvíe nuestra atención y nos haga olvidar otros asuntos más importantes. Hay que fomentar el turismo para que crezca, pero el turismo de calidad y no el de cantidad. Y sin duda, lo que de verdad tienen que crecer en Asturias son los puertos, las carreteras, las infraestructuras industriales, las ayudas a la ganadería, a la agricultura. Aunque estas cuestiones sean un poco más feas a la vista.
Esta Asturias de la que hablo quizás sea tan gris como el cielo que la encapota todo el año, pero su grandeza y su fuerza residen en un enorme y verde corazón de metal que la hace resistente a cualquier amenaza externa. Ahí es donde debemos concentrar los esfuerzos. Tenemos que alimentar ese corazón para que no pare de latir nunca. El resto es solo fachada, y sin duda la nuestra es fantástica y debemos aprovecharla. Aprovecharla y cuidarla para que sea eterna. Que no se le olvide a nadie.
Francisco Ajates