Nos están tomando el pelo

Llevamos tanto tiempo en crisis, que ya nos hemos acostumbrado al sabor de la sangre y nos hemos vuelto prácticamente insensibles a los golpes. Tengo la impresión de que pase lo que pase, ya no somos capaces de levantarnos de la lona para seguir luchando, y lo único que nos queda es convertirnos en ovillo para encajar las tortas esperando que quizás con suerte la próxima sea menos dolorosa que la anterior, y eso nos otorgue un punto de tregua conciliadora con el que logremos tirar hasta que llegue la siguiente.

Y es que después de tantos años viendo cómo el mundo que nos rodea se desmorona, creo que hemos perdido del todo la capacidad de reaccionar cuando algo no está bien, y al final nos resignamos a aceptar el vano consuelo de que seguramente habrá alguien no muy lejano, o sí, es lo mismo, que lo esté pasando peor, mientras yo me puedo permitir el lujo de programar unas vacaciones, o de tomarme unas cervezas el viernes con los amigos. Así que, ¿con qué derecho puedo quejarme?¿Acaso sirve de algo?

Bueno, pues más de una década escuchando a los grandes gurús de la macroeconomía amenazar con que lo peor estaba aún por venir, unos pocos, con el beneplácito de los que mandan que suelen ser bastante cobardes, por fin han logrado convertirnos al resto en pequeños pececillos nadando distraídos en medio de un océano de conformismo, mientras ellos, vestidos con trajes caros y sentados en grandes butacas de piel, muertos de risa, lanzan una y otra vez las redes al mar para pescar sin ningún tipo de escrúpulo. Porque claro, eso es lo que tiene la pesca de arrastre, que no discrimina. Y que, si ya está mal robar al que tiene mucho, no sé cómo calificar a quien se lo hace al que apenas puede llegar a fin de mes.

Entre las que se están desternillando con esta situación de crisis se encuentran las empresas energéticas: Endesa, Iberdrola, TotalEnergies, Naturgy… Por citar a algunas. No voy a pararme a soltar datos que ya todos hemos escuchado estas últimas semanas, pero desde que estalló la guerra de Ucrania, hemos visto cómo los precios han escalado debido a las sanciones a Rusia, según nos han explicado. Y claro, cuando los precios suben, lo que ocurre es que el dinero cambia de manos, y en este caso, la guerra ha sido la excusa perfecta para llenar las arcas de estas empresas que menciono, al mismo tiempo que nuestros bolsillos se han ido vaciando; y en solo año y medio, han batido récords de beneficios, llegando incluso algunas de ellas a incrementarlos en más de un 40% (Repsol, por ejemplo, en los nueve primeros meses del 2022 aumentó sus beneficios en 1.300 millones de euros con respecto al mismo periodo del año anterior). Pero ¿qué pensaríais si os dijera que nos están tomando el pelo con esto de las subidas de los precios, y que lo único que han hecho es ponerse todos de acuerdo para desvalijarnos amparados en una crisis de suministro? A las pruebas me remito.

Esta misma semana, sin ir más lejos, yo mismo he sufrido una bofetada de espabilina. Después de llevar toda la vida con la misma compañía eléctrica, creyendo que el trato que me dispensaba era cuando menos justo, y ajustado a la realidad de los tiempos, un par de buenos compañeros me instaron a que comparase mi tarifa con las ofertadas por otras empresas de la competencia. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que vivía en la más absoluta ignorancia a este respecto, ya que algunas ofertaban un precio del kilovatio muchísimo más bajo que el que yo estaba pagando, y para cambiarse de compañía bastaba con hacer una llamada de teléfono. Pero mayor fue esta sorpresa cuando mi anterior suministrador, el de toda la vida, me llamó alertado por la solicitud de cambio que les había llegado y me ofreció bajarme el precio del kilovatio a justo la mitad de lo que había pagado durante el último año y medio. Un precio menor que el que venía pagando durante muchos años, antes incluso de que estallara la guerra de Ucrania. Así que, ¿dónde narices está la crisis de suministro? ¿Por qué si han podido bajarme el precio a la mitad, a cobrarme menos por cada kilovatio que lo que me cobraban cuando no había crisis, se permiten el lujo ahora de multiplicar por dos sus beneficios a costa de nuestra ignorancia? La mía, que por suerte puedo seguir llegando a final de mes a pesar de estos estafadores, pero también la de mucha gente que está evitando poner la calefacción este invierno por miedo a la factura que les va a llegar antes siquiera de que pase el frío.

En fin, ya veis en qué situación nos estamos moviendo. Una simple llamada de teléfono después de un buen consejo, y más de 400 € de ahorro al año. Multiplicad por los millones de usuarios que, sí o sí, debemos estar enganchados a la red eléctrica, y ahí tenéis los incrementos desproporcionados de las compañías eléctricas. ¿Acaso alguien no debiera ponerle freno a esto? Cada empresa es libre de vender sus productos como quiera, pero, si hablamos de algo así como la luz, el gas, el agua, los alimentos… ¿No debería alguien alertar de que esto está ocurriendo, en lugar de obligarnos a pagar porque sí o sí estamos obligados a consumir estos productos? ¿Quién más se está enriqueciendo?

No sé si podemos hacer algo para que no nos roben de forma tan descarada, pero cuando menos, tenemos que salir del estado narcótico al que nos han inducido con tanto guantazo.  Dejar de ser tan pequeñitos y hacer del número una ventaja.

Ya está bien de que nos tomen el pelo.

 

Francisco Ajates

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Una crisis de liderazgo

Lo que ha sucedido esta semana en el Reino Unido con la muerte de su reina no ha hecho otra cosa que reafirmarme en la idea de que estamos inmersos en una enorme crisis de liderazgo. Es más, ha sido tan grande la aflicción que ha mostrado el pueblo inglés al enterarse del fallecimiento de la eterna Isabel II, que no me extrañaría que en algún momento a alguien de la corte real británica se le haya pasado por la cabeza mantener en secreto su muerte durante unos cuantos años más; el tiempo necesario para no tener que sufrir a Carlos III haciendo de soberano.

Ya sabíamos que era una mujer muy apreciada y seguramente gracias a ella la Corona inglesa como institución ha logrado mantenerse en un nivel de aceptación tremendamente alto después de los grandes escándalos del pasado. Y más aún teniendo en cuenta que en la actualidad, en países que se suponen modernos y en continua evolución como el Reino Unido, o España, claro, cuesta creer que aún siga habiendo cargos institucionales hereditarios. Porque no debe olvidársenos que más allá de la parafernalia, de las comodidades y de la sumisión de la que viven rodeados, los reyes actuales en la moderna Vieja Europa no son otra cosa más que eso, funcionarios al servicio del Estado al que representan. Y que conste que a mí personalmente no me disgusta que haya alguien que desempeñe esa labor representativa para su nación. Que se mueva fuera y dentro de las fronteras velando por los intereses de sus habitantes, a veces solo haciendo acto de presencia para darle el peso institucional a ciertos acontecimientos que lo merecen, pero al mismo tiempo alejado del ruido interesado en el que conviven hoy en día todos los políticos que dicen que nos gobiernan. De hecho, tampoco me parece mal que incluso cobren por un trabajo que yo no querría para mí mismo. Con lo que ya no comulgo tanto es conque lo haga como lo haga, tengamos que aguantarnos sin poder remplazarlo si al final su labor resulta un completo fracaso. Aunque la verdad, tampoco sé si podemos hacer mucho con otros cargos que se suponen electos.

Bueno, pues dentro de este contexto tan atemporal, no deja de sorprenderme que Isabel II haya sido capaz de consolidar una opinión tan favorable, y unánime, hacia su persona y su trabajo después de más de 70 años de reinado. A pesar del transcurrir de los tiempos, del avance de las democracias, todos, incluso muchos de los que formalmente debían promulgar su rechazo, han aceptado de buen grado su carácter de soberana. Y eso no deja de ser en sí una complicada paradoja. Estoy convencido de que a partir de ahora que por fin le toca coger el relevo a su primogénito comiencen a escucharse cada vez más altas las voces de aquellos que no conciben que un señor que ha vivido siempre entre pañales, rodeado sin merecerlo de lujo y pleitesía hasta niveles que los mortales comunes no llegamos ni a imaginar, se vea desde mañana mismo dando su consentimiento a cientos de decisiones que antes tuvieron que votarse en el seno de su gobierno, el democrático.

Este contrasentido es precisamente al que apelo cuando me refiero a la crisis tan grande de liderazgo con la que abría el artículo. Es difícil de entender que en estos tiempos en los que predomina el desencuentro, alguien que optó al cargo hace más de siete décadas por pura sucesión familiar, haya sido capaz tras su muerte de recibir tantas alabanzas por su desempeño. Y no solo en su país, sino en todo el mundo. Es como si de pronto al morirse ella, todos y no solo los británicos, hemos creído en cierto modo que el mundo perdía uno de sus líderes, a pesar de que como digo su estatus de gobernante haya sido impuesto.

Esta reflexión que hago entonces, sobre todo en una era en la que parece que siempre caminamos rodeados de mierda hasta el cuello, dice muy poco de los que tenemos ahora al mando, a pesar de que hayan sido elegidos en libre votación. Y si no, mirad lo que está pasando en el otro extremo de Europa.

Puede que a partir de ahora a los británicos solo les quede llorar la muerte de su apreciada reina y al resto, aunque sinceramente nos afecte más bien poco, sí que al menos nos dé para pensar un instante en qué es lo que queremos ver en un posible líder antes de dejar caer la papeleta con su nombre en una urna. No cometamos el error de darle argumentos a aquellos que siempre han querido ser gobernados por pura imposición. Además, en este preciso momento tenemos que tener mucho más cuidado con lo que hacemos, porque observando a algunos “líderes” en los que la población menuda se encuentra ahora poniendo su interés en las redes, parece que lo que está por venir será aún peor que lo que tenemos. En fin…

 

Francisco Ajates

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El sabroso pastel de la enseñanza pública

Seguramente dirán que voy a referirme a algo que sucedía el siglo pasado, y mucho me temo que no podré negarlo. Pero aunque es cierto que cuando yo cumplía los 13 corría el año 1991, ahí es nada, tampoco se puede decir que nos vayamos a remontar hasta la época en la que nuestros padres acudían al colegio con poco más que un cuaderno y un lapicero, dispuestos a repasar la lista de los reyes godos justo después de rezar el rosario en pie junto al pupitre.

No, ni mucho menos. De lo que yo me acuerdo ahora, especialmente en estas fechas y porque tengo una hija de esa misma edad de la que hablo, es de los tiempos en los que empezábamos el curso escolar borrando las soluciones de los ejercicios en casi la totalidad de los libros escolares heredados después de varios años de uso penitente. Es cierto que alguno de estos libros apenas llegaba de una pieza cuando aún debían ofrecer su contenido durante un curso más; pero incluso así, cosidos con toneladas de cinta adhesiva para mantener su magreada estructura interna, lograban finalizar el año escolar con bastante dignidad.

La cuestión es que precisamente ahí, al menos en lo que al gasto en material necesario se refiere, residía parte de la coherencia en la definición del sistema público de enseñanza. En la facilidad que encontraban muchas familias para hacer que sus hijos comenzasen el curso sin poner en riesgo la economía doméstica al llegar el final del verano. Y eso que también nuestros padres se gastaban una pasta, pero muy lejos del despropósito con el que nos encontramos ahora, año tras año, al desembolsar la friolera de 300 € por hijo, o más dependiendo del centro, y solo contando libros. Tomos hiperilustrados que varios meses después muchos terminan almacenados sin uso en una caja porque han decidido cambiar alguna nimiedad en su contenido o forma. A veces insignificantes modificaciones que para nada justifican el cambio del ISBN, pero con el que se aseguran la publicación al año siguiente de una edición diferente, y obligan con ello a los padres a adquirir nuevos ejemplares.

Lo curioso de todo esto es que precisamente en la era digital en la que estamos criando a nuestros hijos, la comunidad educativa al completo, y aquí permitidme que incluya a todos los miembros de la administración pública que contemplan cada año este negocio perenne, no haya sido capaz de poner el grito en el cielo y abogar porque cada doce meses las familias no tengan que hacer tamaño desembolso. Y que conste que creo que no basta con lo que algunos profesores hacen con los libritos, que no es otra cosa que dejarlos cerrados hasta el último día de curso. Seguramente tengan las manos atadas y no puedan hacer nada al respecto, pero con este gesto, en lugar de reivindicar una postura en contra, lo que provocan es que los padres nos sintamos algo más que engañados con el precio. Alguien podía haberme avisado antes de empezar el curso y me habría ahorrado los 40 € que me costó el dichoso libro, ¿no?

La verdad es que por mucho que me esfuerzo no llego entender cuál es el beneficio para las familias, los alumnos primero, de este proceder tan insensato. Es más, lo mire por dónde lo mire, aparte de la ganancia para las imprentas y para los vendedores, y reconozco que tanto unos como otros ya se han llevado muchos palos durante esta última década, lo único que encuentro son desventajas. La primera de todas está clara: el gasto innecesario para las familias. Después, justamente ahora que estamos hablando del coste de la energía, ¿cuánta de esta energía hace falta para imprimir y encuadernar esta cantidad ingente de libros año tras año? ¿Y qué me decís del coste medioambiental asociado a la fabricación de este papel y a la posterior impresión de los libros? Si me apuras, hasta podríamos esgrimir algún argumento asociado a la salud de los alumnos. ¿O acaso no os da penita ver a ciertos niños portando a diario mochilas atestadas que pesan tanto más que ellos mismos?

Igual es muy atrevido por mi parte tratar de ofrecer una solución al respecto. Pero sin hacer un análisis profundo del problema, no más profundo de lo que ya he comentado hasta aquí, o del hueco que dejan los billetes salientes en mi cartera todos los meses de agosto desde hace unos cuantos años, en un panorama idílico y moderno me imagino a estos niños con una Tablet sencilla en la mochila. Un dispositivo adquirido nuevo, y si se quiere, al comienzo de cada ciclo educativo, por eso de mantenerse actualizado, y a los padres pagando cada año una licencia por la versión digital de los libros que usarán sus hijos durante el curso. Una licencia que debiera costar como mucho tres veces menos de lo que cuestan los libros impresos ahora, y de la que quizás se podría gestionar su compra e instalación a través de los centros de venta actuales, para que además de las editoriales, los vendedores pudieran seguir ganando su comisión. Una postura, esta de la venta centralizada, que también ayudaría a aquellas familias que no estuviesen habituadas a las nuevas tecnologías, y que podría asegurar sin perjuicio de nadie una venta legal de dichas licencias.

Vaya, después de poner por escrito esto sobre lo que ya llevo años reflexionando, todavía me encuentro más desconcertado. ¿Qué demonios estoy obviando para que gobierno tras gobierno, sin importar el color de sus ideales y por muchas reformas educativas que se planteen, nunca haya pensado en poner fin a un negocio tan lucrativo? ¿Cómo es posible que este gasto desmesurado se siga permitiendo en la enseñanza pública?

O mucho me equivoco, o aquí hay demasiados interesados dándole mordiscos a un pastel muy sabroso.

Francisco Ajates

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Una desgracia lamentablemente esperada

En los primeros 18 años del Siglo XXI, en Estados Unidos habían muerto 128 estudiantes a causa de un tiroteo. 218.000 eran los afectados de manera directa en los más de 220 tiroteos registrados hasta ese año 2018. Solo en el año 2021, murieron en ese país la friolera de 20.920 personas por violencia con armas de fuego. La media de menores muertos cada año por armas de fuego asciende a más de 3.500… Y así, podríamos llenar la página con cifras tan apabullantemente dolorosas como esas.

Tan dolorosas, como los titulares que hemos leído estos días justo después de que, una vez más, en el país que presume de la democracia más avanzada del planeta, un chalado sin escrúpulos se levantara de la cama  con la firme intención de acabar con la vida de varios chiquillos en una escuela de primaria además de la de alguno de sus profesores. Nada menos que 19 niños, de entre 9 y 10 años, y 2 profesores. Todos, víctimas inocentes de una sociedad que permite que una tras otra estas lamentables desgracias se sucedan sin hacer nada por evitarlo, aparte de salir en televisión muchos de sus famosos condenando con más o menos vehemencia los hechos; y sabiendo, que después de varios días, el asunto dejará de ser noticia, y los únicos que seguirán lamentándose de esta terrible desgracia serán los pobres padres, hermanos, primos, amigos, compañeros, o simples conocidos de aquellos que perecieron una triste mañana en la que salieron de sus respectivas casas convencidos de que nada impediría que regresaran a ella para continuar con normalidad viviendo el resto de su aún larga existencia. Tan solo diez años, por Dios, ¿alguien puede creerlo?

La cuestión, es que más allá de culpar a esos chiflados que un día se levantan pensando que la solución a todos sus problemas pasa por acabar con la vida de varios niños, además de la suya propia (lástima que no pensaron en invertir el orden de los factores esa misma mañana); incluso más allá de tratar de analizar por qué un joven aparentemente normal, por muchos problemas que tenga, no encuentra ni solución coherente ni suficiente apoyo alrededor para tratar de despejar de su cabeza los fantasmas del desaliento más superlativo que se pueda uno imaginar, lo que no podemos olvidar es que estas cosas suceden porque todos estos infelices han nacido y crecido convencidos de que es absolutamente normal tener un arma cerca. Ni más, ni menos. Puede que incluso en su propia casa, en el cajón de la mesita del dormitorio de alguno de sus progenitores, por si acaso un día, un enajenado del mismo nivel que ellos, decidía asaltarles a punta de pistola.

Seguramente parte de esto que voy a afirmar es un cliché televisivo, pero si como asegura la Asociación Nacional del Rifle tiene más de 16.000.000 de seguidores, muchos de ellos con tanto poder político y económico que nadie les puede meter mano, puedo imaginarme a familias enteras acudiendo a misa los domingos a rezarle a un Dios misericordioso en el que creen a pie juntillas, y regresando a su hogar una hora más tarde a limpiar la pistolita que guardan como oro en paño junto a la Biblia. Esta idea, la del buen padre de familia enseñando a su hijo adolescente a usar un Colt Ar-15 —un juguetito del que se venden alrededor de 1.5 millones de unidades al año, así que podéis imaginar cuántos de estos padres ejemplares tienen uno en casa, si no más—, cuando para lo único que les puede servir en el futuro esa enseñanza es para dispararle a otra persona, me genera un sentimiento de rechazo sublime. Casi tan grande, como el que me produce ver una pistola fuera de la funda de alguien que de verdad sabe y debe usarla aquí en España.

Y es que aunque nos cueste admitirlo, y dejando a un lado las cuestiones monetarias, que en este asunto de las armas en Estados Unidos son quizás la otra parte del problema, el rasero de la normalidad no es el mismo dependiendo de dónde tenemos la suerte de caer cuando nacemos. Y si no, que se lo digan también a esas pobres chicas que hace unos días fueron arrancadas de su casa en Barcelona para morir asesinadas por no acatar una doctrina familiar. Seguramente esa gente que decidió por ellas, sangre de su sangre, entendía que era totalmente normal pasarlas por el garrote por no acceder a venderse como pura mercancía que eran. Estas y otras, iguales en muchas partes del mundo, que tuvieron la mala suerte de nacer mujeres en el seno de una cultura tan extremista y retrógrada que piensa precisamente que las mujeres solo sirven para perpetuar la especie.

No quiero extenderme mucho más, porque todo lo que diga aquí probablemente esté dicho ya. Pero antes de acabar, sí me gustaría poner un punto para la reflexión y la autocrítica. Si somos conscientes de que realidades como esta última que acabo de comentar existen en muchas partes del mundo, o viendo que una y otra vez estas masacres estudiantiles se repiten en Estados Unidos y a pesar de ello la mitad de su población ni se plantea prohibir la venta libre de armas, comportamientos que para nosotros son inconcebibles aunque para otras culturas o sociedades son asimilables, ¿estaremos aquí, en España me refiero, en nuestra sociedad actual y moderna, haciendo alguna cosa que a los ojos de alguien que mire con más distancia resulte una absoluta barbaridad? ¿Os habéis atrevido alguna vez a hacer esta reflexión? Probablemente baste con detenerse un segundo a observar más de cerca, pero hacerlo con ojo crítico y sincero. Estoy convencido de que sin ser tan grave como esa matanza en Texas, o como el asesinato de las dos chicas de Terrasa, eso espero, encontraremos algo de lo que tendríamos arrepentirnos una y mil veces, aunque solamente sea por mirar hacia otro lado cuando nunca debiéramos hacerlo.

Francisco Ajates

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Sueño o pesadilla, depende de para quién

Vaya por delante que en cuanto me he sentado al teclado con la idea de escribir este artículo, he notado una especie de pinchazo agudo en el estómago que a puntito ha estado de provocar que me arrepintiera antes incluso de poner la primera de las letras; sí, la V de victoria, por si alguien ha echado la vista atrás a comprobar de cuál se trataba. Pero como un buen compañero de trabajo me ha retado esta semana a hacerlo, y además, he escuchado cientos de veces, aunque no termino de creerlo, que una de las mejores maneras de superar una fobia es enfrentarse a ella cara a cara, ahí va este puñado de líneas para homenajear la enésima hazaña futbolística que esta semana ha protagonizado el laureado equipo blanco de la capital de España. Vale, que sí, que lo digo, el Real Madrid.

Bueno, bromas aparte, que seguramente no será para tanto la aversión, una vez más los que no somos merengues, más bien lo contrario, tenemos que reconocer que lo que tiene este equipo con la Champions League no es normal. Parece algo así como una especie de cuento de hadas, una quimera futbolística que consiste en hacer sufrir al respetable, sus propios seguidores, o disfrutar al resto, no lo vamos a negar, hasta el momento más postrero de los partidos, para después, cuando todo el mundo menos ellos, da el asunto por finiquitado, sacarse un último conejo de la chistera en forma de arreón y marcar los goles que le hagan falta para terminar llevándose el gato al agua. Para disfrute de sus hinchas, y calvario de los que no lo son.

Y es que ya no son una ni dos, ni tres ni cuatro, las ocasiones en las que el Madrid lo tenía todo perdido en esta competición que tanto ama, y justo al final del partido, casi en el descuento como sucedió este pasado miércoles contra el Manchester City de Guardiola, que ya tiene bemoles que fuera Guardiola la víctima en esta ocasión, consigue darle la vuelta a la contienda y terminar pasando la eliminatoria cuando todo el mundo ya la daba por perdida. Es como si, con el paso de los años, los jugadores que visten esta laureada camiseta llevasen grabado en el ADN la condición de remontar las eliminatorias de la Champions para salir en hombros y por la puerta grande de su estadio, dejando postrados en el césped a los jugadores contrarios, preguntándose todos, incluido su entrenador, de dónde coño ha salido esa avalancha que en los últimos instantes del partido les ha arrollado sin clemencia y les ha echado de la competición cuando ya se veían ganadores. Es de locos. No me extraña que ellos mismos, los madridistas digo, estén así precisamente, como locos con su equipo. No en vano, ya lo han hecho tantas veces, que cuando este mismo miércoles escuchaba a un periodista deportivo decir durante la retrasmisión del partido, a falta de cinco minutos para la conclusión del tiempo reglamentario, que aún había tiempo de marcar dos goles y provocar la remontada, yo mismo pensé que era cierto y por si acaso dejé de seguirlo. Y menos mal que lo hice. A las pruebas me remito.

Ahora bien, después de encumbrar al Real Madrid durante unas cuantas líneas, dejadme que al menos plante en el discurso la semilla del recelo. ¿No os parece demasiada casualidad que esto siempre le ocurra al mismo equipo? ¿No habrá alguien en la sombra moviendo los hilos de la competición para que se produzca este fatídico resultado eliminatoria tras eliminatoria? Después de tantos años viendo cómo el Madrid se pasea por Europa con gestas del calibre de la de esta semana, con más títulos que nadie, he terminado por convencerme de que este equipo es a la Champions lo que la Champions es al Madrid, y quizás eso sea suficiente para que todo el mundo dé por sentado que pase lo que pase tiene que llegar hasta la final o casi. No fuera a ser que la competición perdiese caché si es que alguien se atreviese a eliminarlo antes de tiempo. Parecerá una locura pero, ¿hasta dónde llega la mano de Florentino para que esto suceda año tras año y sin que nadie se dé cuenta de cómo narices está ocurriendo? ¿Tendrán algo que ver las proezas de este equipo con el asunto del espionaje en España? ¿Y con el tema de las comisiones, por ejemplo? Visto lo visto, he llegado a pensar que si F.P. llegase a ser elegido Presidente del Gobierno, seguramente la posición de España en Europa mejoraría unos cuantos enteros. Es más, siendo ambiciosos, creo que alguien debiera darle un cargo mundial honorífico, algo así como Consejero Delegado del Planeta. Solo Dios sabe lo que podría llegar a conseguir entonces. Yo ahí lo dejo.

Vale, admito que quizás sea un razonamiento un tanto baladí, porque esto que acabo de decir, este amor mutuo entre Competición y Club también es mérito suyo. Pero no me pidáis tanto esfuerzo de reconocimiento. Bastante hemos soportado ya algunos, incluido el bueno de Isaac Molina en su última aventura, Caviar para las ratas, por si alguien aún no la ha leído.

En fin, por mucho que me duela, no me queda más remedio que terminar el artículo felicitando al Real Madrid, y por extensión a sus seguidores, por el pase a la final de este año, y más de la manera tan heroica que lo han logrado. Solo espero que el próximo 28 de mayo no tengan mucho que celebrar. Aunque pase lo que pase durante el partido, me temo que habrá que aguardar hasta que el árbitro pite el final para dar la contienda por concluida. Y aun así, si yo fuese un hincha del Liverpool, esperaría incluso a tener la copa en las vitrinas del Club antes de atreverme a celebrar nada, no fuera a ser que la mano de Florentino fuese aún más larga y poderosa de lo que sospecho.

Francisco Ajates

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La Cava

Cae la tarde y el cielo abierto se va oscureciendo, despacio, con el mismo letargo con el que la brisa de poniente que peina el atlántico sur de la península se calma dando paso a una noche cálida. Una más del verano gaditano. Una de estas que hacen que el espíritu se sosiegue y se deje atrapar por un manto de templanza bajo el que todos los problemas se ocultan, y el deseo de parar el tiempo se vuelve casi un compromiso para el alma.

Las calles de la ciudad antigua están abarrotadas. Lucen entre los paseantes las galas de lino blanco de aquella Cuba lejana, al otro lado del océano, que un día decidió reflejarse en el cristal del espejo de esta Cádiz tan nuestra, y la volvió eterna a su imagen y semejanza. En una de ellas, un pasadizo estrecho dibujado entre edificios de otro tiempo y casi desapercibida para los transeúntes, se abre la puerta de un local que se anuncia en letras negras sobre la fachada: La Cava, Taberna Flamenca. Al entrar, el aroma a remembranza te golpea de manera sublime y te hace girar la cabeza hacia atrás para comprobar si no solo te has colado en un bar de la zona, sino que sin darte cuenta tu cuerpo se ha disuelto en el aire, y se ha transportado a otra dimensión, una más distante, una en la que el reloj definitivamente se detiene del todo, y solo avanza una pizca cada noche. Un ratito que dura en tiempo lo que dura el espectáculo, para que aquellos que lo disfrutan desde una mesa puedan salir más tarde con una muesca de profundo deleite grabada en su memoria.

Un pasillo estrecho junto a la barra y miles de retratos adornando las paredes. Todos desconocidos para un visitante anónimo, pero seguro que medallas de oro que cuelgan para hacer gala de los ilustres del género que en algún momento del pasado se acercaron a honrar uno de sus templos. Y al fondo, por encima del hombro del solícito camarero que ha salido a recibirte, se divisa majestuoso un tablao de madera tintado en negro. Una especie de quimera magnética que hace que tu mirada se centre en él sin escuchar las amables palabras de bienvenida. Un soniquete al que no respondes mientras que caminas buscando la mesa reservada, no porque no quieras, sino porque no puedes, no te salen las palabras, solo eres capaz de mirar hacia la madera, testigo con sus marcas de desgaste de los miles de taconazos que la han hecho llorar emocionada lágrimas de barniz. Sabedora que con cada baile que soporta está cumpliendo con el noble objetivo para el que fue concebida por algún ebanista de la zona. Acaba de comenzar el embrujo.

Y entonces, cuando todo está calmado, pleno el local de comensales impacientes, expectantes, con la vista fija en el pequeño escenario que corona el espacio para las mesas, se atenúan las luces del establecimiento y aparece un chico joven, tranquilo, sonriente, camisa negra, pantalón a juego, zapatos brillantes. Viene armado con una guitarra y sube al escenario marcando los pasos que replican intrigantes sobre la madera. Toc, toc, toc, toc. Se sienta sin decir nada en una silla también de madera y mimbre, coloca el instrumento sobre su regazo, ajusta con sutileza el micrófono para situarlo a la altura conveniente, y lanza un leve gesto con la cabeza, un saludo alegre al respetable.  Un segundo más tarde y sin tan siquiera presentarse, no hace falta, sus dedos comienzan a bailar acelerados sobre las cuerdas y tú sientes que tu cuerpo se estremece de golpe, como si no supieses lo que iba a pasar, como si no estuvieses preparado para recibir las notas. Él lo sabe, él reconoce las miradas de alabanza, y a cada segundo, a cada brillo que percibe en los ojos de los que le observan, atónitos, hechizados, dueño en absoluto del tempo, aumenta un poquito la energía de esos dedos infatigables y disfruta viendo cómo los corazones se encojen entregados a su don.

A los pocos minutos, con todo el plantío embelesado y sin que cese la sintonía, asoma en la escena el cantaor luciendo una idéntica sonrisa de suficiencia. Es un hombre veterano, un soldado del flamenco con tanta historia que solo su presencia, su porte, su saber estar, sus andares sobre la madera, instruyen al más sabio. Sube al escenario, observa con parsimonia a su compañero mientras sigue acariciando las cuerdas, ambos se miran con complicidad, y de la nada… no, de la nada no; de muy adentro, cuando él quiere, lanza al aire del local un profundo quejío. Lamentos de placer que le rasgan la garganta al nacer, y que al compás de la guitarra completan una escena sonora soberbia. Dos instrumentos diferentes, dos compases que se complementan, una pareja de baile que llora el arte que los vio nacer, que les da la vida, y que ellos comparten con los que les contemplan desde la distancia, un paso más abajo, súbditos deseosos de dejarse torturar con latigazos de esta pasión vocal tan suya, tan nuestra.

Y cuando parece que nada más puede hacer que el encanto se incremente entre los que participan escuchando, una cohorte de tres más, dos mujeres de bandera y un gitano gaditano que rezuma pasión por todos los poros de su piel, se suben con paso firme sobre el tablao. Una es alta y rubia, igual que el sol andaluz que la peina todas las mañanas al asomarse a su ventana, y la otra morena, de piel tersa, ojos grandes, más bajita que la primera, pero solo de estatura, porque ambas son enormes sobre el escenario, antes incluso de sacar a pasear sus tacones al ritmo constante de la guitarra que no cesa. Los tres se sientan junto a los otros dos, y ahora los cinco completan la imagen de la pleitesía. Los pares de ojos que se fijan en ellos cautivados, extasiados por la sintonía y el hechizo que mana del escenario, solo con estar allí apostados, simplemente con exhibir sus figuras de flamenco mientras los demás los observan de rodillas, con el brazo extendido y el corazón en la palma de la mano, entregado como tributo al más casto de los artes.

Dos horas seguidas de puro talento, entrega, dedicación, adiestramiento desde la niñez para convertir en la edad adulta la vocación en trabajo. Puñales de pétalos que salen disparados, chorros de sudor del bailaor que mira hacia la nada con los ojos en llamas, vientos de cólera que impone el mayor de los respetos, dagas afiladas en los tacones que se clavan con estruendo en la madera del tablao, un mar embravecido de lamentos que rasgan el aire al ritmo de las notas, que desde que el niño se transformara en tunante, armado con el puñado de seis cuerdas entre los brazos, no ha dejado de fustigar con la melodía los oídos del montón de desdichados, esos que a cada minuto que han pasado sometidos, han visto cómo su esencia incontenida poco a poco se alejaba de sus cuerpos para acabar observando el espectáculo desde las alturas del firmamento.

Al final, me he enamorado. Lo reconozco. Un poco ya lo estaba, pero esa noche, al terminar el espectáculo, me he dado cuenta de que nunca más podré sacar de mis entrañas esta porción de Cádiz que se me ha clavado en el alma.

Francisco Ajates

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Una estafa amparada en la legalidad

Seguramente no valdrá para nada, pero después de caer como un absoluto incauto, lo único que me queda ahora es el recurso del pataleo. Eso, y usar este canal para denunciarlo, a ver si entre todos conseguimos que este tipo de estafas no tengan recorrido, y alguien que pueda, se atreva a ponerles freno, sobre todo ahora con la que está cayendo.

Y es que pagar 23 € por una llamada de teléfono de apenas unos minutos es algo absolutamente inconcebible. Teniendo en cuenta además que enseguida me percaté de que estaba siendo víctima de una estafa, y tuve el valor de reconocer el engaño en el momento en el que la llamada llegó al destino adecuado, y la persona que me atendió al otro lado me ofreció una alternativa más coherente, y gratuita, como cabía esperar.

La artimaña es muy sencilla. En un momento dado, te encuentras apurado y buscas el teléfono de una empresa en internet. Algo que todos hemos hecho alguna vez. En mi caso el de la aseguradora de mi coche para pedir un servicio de grúa —precisamente de la inquietud o de la prisa se alimentan este tipo de engaños—. Rápidamente aparece un número importante de entradas que se refieren al concepto de la búsqueda, y la primera de todas, refulgiendo con luz propia y con un tamaño tan sugerente que es imposible pasarla por alto, seguida de un número fijo que a todas luces es normal, la que tú crees que estás buscando.

SEGUROS XXXXX.

Teléfono 917 949826. LLAMAR

Y claro, tan normal te parece, es un número fijo de la Comunidad de Madrid, donde todas las compañías de seguros tienen afincadas sus oficinas centrales, que vas, y pulsas el botón de llamar.

Ahí comienza el engaño. Un tipo muy amable te responde, te pregunta qué necesitas, y sin dudarlo un segundo, te pide que, por favor, llames a otro teléfono, que es donde tienen centralizado el servicio de grúas. Algo que a priori también parece normal, esto de centralizar servicios, y que hacen muchas compañías para ahorrar costes. El teléfono al que me piden llamar es el

11869

Lo pongo más grande para que todo el que lea este artículo lo grabe en su memoria.

Bueno, reconozco que cuando me dieron el número ya me sonó un poco raro. Un número corto, solo cinco cifras, no sé, comenzó a olerme un poco a chamusquina. Y justo después de solamente dos tonos, una grabación que suena a la velocidad de la luz, prácticamente inteligible, te advierte de que la llamada tiene una tarificación especial, y te parece escuchar la cifra de 0,20 €. Y entonces piensas: «vale, está bien, encima de pagar el seguro me cobráis la llamada cuando os necesito, vaya jeta». Pero aunque sepas que estás pagando de más, con la necesidad de solucionar un problema como el que tienes, después de hablar con alguien que te asegura la normalidad del procedimiento, la práctica habitual, tu cabeza razona de la siguiente manera: «bueno, 20 céntimos, a lo sumo 5 minutos de comunicación, 1 eurito y carretera. En el peor de los casos 2 o 3; bah, tampoco es para tanto». Y entonces, te dejas llevar. Craso error, amigos. Porque ahí es donde empiezas a pagar la condena.

El siguiente en contestar es un tipejo sin escrúpulos, alguien tan desesperado, de una bajeza moral tan grande que acepta un trabajo que consiste en timar a la gente, y que probablemente lleve comisión cuanto mayor sea el engaño que perpetra. En este caso la envergadura del fraude, el tamaño de su éxito, es directamente proporcional al tiempo que consiga mantenerte al otro lado de la línea. Así que podéis imaginar el tono de la conversación. Por poco no termino aceptando una invitación a cenar con su familia la próxima vez que se venga a pasar las vacaciones a Asturias, en su opinión, la mejor provincia de toda España. Vamos, me puso como una moto. Allí sentado en el coche averiado, con prisa para que viniese la grúa antes de que me cerrasen el taller, y soportando las mamarrachadas de un fulano que no sabía cómo hacer para mantenerme a la escucha a cada segundo que pasaba viendo cómo yo me iba impacientando por no llegar a concretar nada. Tanto me cabreé en un momento, que casi consigue que le pida perdón por mi impaciencia. No le pedí perdón, hasta ahí podíamos llegar, pero sí que es cierto que traté de rebajar el tono para no darle un argumento más con el que seguir hablando de estupideces.

Al final, cuando logré que me pasara con la aseguradora y le conté mi experiencia con la llamada al operador que me atendió al otro lado, uno de verdad, este sí, no dudó un segundo en darme un nuevo teléfono al que llamar una vez colgase esa llamada a la que estaba enganchado. Cuando lo hice, cuando colgué y miré la pantalla de mi teléfono, comprobé con desesperación que aunque finalmente había conseguido comunicarme con el seguro, el número que aún se mostraba en la pantalla era 11869. Así que de no haberlo hecho, de no haber reaccionado a tiempo, primero cortándole el rollo al impresentable del teléfono de información y después hablándole con franqueza al operador del seguro, aquella llamada hubiese durado el doble o el triple de lo que finalmente duró.

Por cierto, en este caso, tengo que romper una lanza a favor de mi compañía de teléfonos, que a las pocas horas de realizar la llamada contactaron conmigo para advertirme que había sido víctima de una estafa telefónica, entre otras cosas para que no volviera a caer en ella si se daba el caso. Fueron ellos los que me comunicaron que el coste ascendía a los 23 €, en lugar de los 3 o 4 que pensé que tendría. Al parecer, según me explicaron, la tarifa que suena al principio de la llamada juega con las cifras, y no llegas a comprender que están hablando de un coste por segundos en lugar de minutos, como tú piensas.

No quiero ni imaginar la cantidad de dinero que estos estafadores ganan de una forma aparentemente legal. Dinero del que invierten una pequeñísima parte por posicionarse los primeros en los buscadores de internet y camuflarse entre las entradas de las páginas de las grandes compañías con las que trabajamos todos, y de las que en algún momento necesitamos un contacto para hacer una consulta. Me refiero a aseguradoras, compañías eléctricas, telefónicas, bancos, etc. Pero me entristece muchísimo pensar en que haya gente que se lucre de la inocencia del resto, y más que lo puedan hacer con una impunidad tan abrumadora.

Si a mí, que me considero alguien prudente y siempre estoy ojo avizor, lograron sacarme 23€ en unos pocos minutos, qué no harán con otras personas más confiadas o simplemente menos acostumbradas a esta era digital en la que vivimos. No me quiero imaginar la cara que se le debe de quedar a ese hombre o a esa mujer que acaban de hacer una llamada por pura necesidad y que al final le ha costado 100 €, o más, quién sabe. Tiene que ser para tirarse de los pelos, o mejor, para arrancarle la melena a alguien si tuviesen la oportunidad…

Francisco Ajates

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Los ecos de una guerra innecesaria

La miseria humana nunca dejará de sorprenderme.

Apenas hemos logrado abandonar lo que pensamos sería la mayor crisis a la que tendría que enfrentarse esta generación, y en solo unos pocos días, nos hemos visto aplazando el discurso triunfalista para un mejor momento. Dejando a un lado el grito de esperanza, la fútil idea de que después del mal trago quizás lográsemos salir reforzados como especie para ser capaces de celebrar juntos la vuelta a los abrazos, las sonrisas al descubierto, los apretones de manos o los dos besos al presentarnos, entre otras cosas. Nada más lejos de la realidad.

Porque después de tanto sufrimiento durante dos años enteros, hace justo ahora tres semanas que el mundo se volvió a frenar en seco. Si no habíamos tenido suficiente con ver morir a los cientos de miles de personas que no lograron superar la enfermedad, ahora nos toca contemplar estupefactos cómo otros tantos millones en un país vecino tienen que dejar atrás los escombros en los que un grandísimo hijo de p… (perdón) cargado de bélica testosterona, y varios cables cruzados en la cabeza, ha convertido sus casas. Gente como nosotros, que un día estaba en su trabajo, en su casa tranquilamente preocupados por pagar la hipoteca, en el cine haciendo cola para ver el último estreno de Hollywood o simplemente jugando en el colegio durante el recreo; y al siguiente, así de pronto y casi antes de darse cuenta de que era a ellos a los que les estaba sucediendo, se han visto asediados por las bombas y obligados a salir corriendo sin atreverse siquiera a echar un segundo la vista atrás, no fuera a ser que la metralla les alcanzase a ellos en plena huida.

Probablemente todos pensamos lo mismo, y que yo lo escriba ahora no va a cambiar nada. Puede que incluso no lo haya hecho hasta hoy porque una parte de mí, cegado por la necesidad de pasar página después del desastre del que veníamos, creía que esto iba a acabar tan rápido que no nos íbamos ni a enterar. Lo mismo que seguramente pensaba Putin cuando decidió destrozarle la vida a tanta gente. Pero ahora que hemos tenido tiempo a masticar la noticia, no quiero ni imaginarme lo que debe de estar pasando por la cabeza de todas estas personas. Los que tienen que huir sin pararse a pensar qué va a ser de ellos en un futuro cercano, preocupados la mayoría además por los padres, maridos o hermanos que no pueden acompañarles, o los que se han quedado allí ahora, me refiero a los varones, empuñando por primera vez en su vida un arma, y convertidos, en ese preciso instante en el que alguien los nombró capaces, en objetivos militares para el ejército ruso. No me atrevo ni a pensar en cómo se siente ahora ese padre de familia, alguien como yo por ejemplo, que acaba de ver marchar a su esposa e hijos, en el mejor de los casos ilesos aunque hacia un destino incierto, armado con un fusil de asalto y esperando atemorizado a que una bala perdida le atraviese el cráneo en un momento de despiste. Buff, se me ponen los pelos de punta.

Pero cuidado, porque lo más triste de toda esta situación, es que me temo que el culpable de este desastre de dimensiones épicas no es solo uno, por mucho que a este lado del mundo nos hayamos empeñado en señalar todos al mismo. No me cabe duda de que a este tío, a Putin me refiero, se le ha ido completamente la cabeza, si no es que la locura ya le venía de serie; y claro, poner a los mandos a un loco es como darle a un chimpancé un par de pistolas cargadas, pero ¿no es mucha casualidad que después de llevar años escuchando a otro loco como Trump gritando a su propia gente que había que aumentar el gasto en armamento, justo ahora que parece que dejamos atrás la pandemia —con toda la recesión que la acompañó durante estos dos años— a causa de esta maldita guerra injustificada todos los países, los que están en la OTAN como España y los que no, hayan decidido aumentar su presupuesto militar? ¿Alguien se ha parado a pensar dónde están ubicadas las mayores empresas armamentísticas del planeta?

Lockheed Martin (EE.UU.), Boeing (EE.UU.), Northrop Grumman (EE.UU.), Raytheon (EE.UU.), General Dynamics (EE.UU.). La lista es muy grande, pero las cinco empresas que la lideran pagan impuestos en el mismo país. Un país que lidera este mercado, con una facturación anual de más de 250.000 millones de dólares. No sé, a mí esto me parece muy sospechoso, porque si de algo estoy seguro, es de que la mejor manera de ponerse a fabricar armas es teniendo un motivo para usarlas.

El problema de provocar a un loco sin escrúpulos, más allá de destrozar un país al completo con toda su gente dentro, pobres peones en esta partida de ajedrez entre poderosos, es que a ver quién lo para ahora. En el mejor de los casos, habrá que esperar a que Putin termine con lo que ha empezado, mientras el resto de naciones interpretan un papel que va a durar en tiempo lo que dure la guerra. Después, un par de apretones, dos o tres disculpas, y pelillos a la mar. Porque aunque nos cueste reconocerlo y como ya he dicho en otras ocasiones, en nuestra capacidad para globalizar el mundo está nuestra penitencia. Y en este caso, la penitencia tiene forma gaseosa. Eso si el asunto no cobra visos de tragedia mundial, porque no se le puede olvidar a nadie que estos tipos que lideran el mundo ahora tienen una capacidad infinita para destruirlo, y al final acabamos como Max Rockatansky conduciendo un Ford Falcon en un país convertido en desierto y en busca de la última gota de gasolina. De momento, el precio de los combustibles ya va apuntando maneras.

Dios no quiera que a uno de estos locos le dé por apretar el famoso botón del que presumen, y más pronto que tarde finalice este mal trago, sobre todo para los pobres ucranianos. Aunque me temo que para ellos, pase lo que pase a partir de ahora, ya siempre será tarde.

Francisco Ajates

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El juego de los destronados

Maldita la gana que tengo siempre de hablar de política. Pero es que lo que está pasando esta semana en el seno del Partido Popular, una agrupación de las que ya tienen solera no solo en este país sino en toda Europa, me ha hecho caer una vez más en la cuenta de lo tremendamente decepcionado que estoy con esta generación de políticos que nos ha tocado en suerte. Un grupo de líderes que parecía llegar a España para darle un vuelco al asunto, cada uno con sus ideas, que de eso trata la política, una visión rejuvenecida, un punto de vista moderno y pragmático, realista y alejado de los grandes gurús del pasado que se negaban a abandonar el estatus de intocables del que gozaban. Un puñado de treintañeros que cuando llegó, prometió dejar atrás de una vez para siempre el «España va bien» de Aznar, o el «No estamos en crisis» de Zapatero, o los papeles de Bárcenas con el famoso M. Rajoy nombrando decenas de apuntes correspondientes a varias entradas en la caja B del partido.
Pero no fue así, nos engañaron a todos. Nos hicieron pensar que la política que llegaba iba a convertir el progreso en lema, y al final lo único que nos han dejado es una guerra constante por ocupar un trono que ninguno ha ganado por méritos propios. Y no hablo del trono de la presidencia, porque ese alguno no lo ha llegado a ver ni siquiera de lejos. Podría decirse incluso que el que lo ocupa ahora lo hace en perpetua zozobra, consciente de lo peligrosos que son los apoyos con los que ostenta el cargo, y por mucho que en otra época dijera de este agua no beberé. Me refiero a simplemente conseguir liderar con perspectiva de futuro el partido para el que sus propios votantes les dieron primero la confianza. Al final, como se veía venir, el tiempo pone a cada uno en su sitio.
Alguien con mucho acierto me dijo una vez que solo el veinte por ciento de las cosas que nos suceden en la vida son debidas al azar o a la mala suerte, como lo queramos llamar. El resto, el otro ochenta, sean buenas o sean malas, son consecuencia del camino que hemos elegido seguir para avanzar en la vida. Dicho de otro modo, somos en mayor medida los responsables de lo que nos sucede. Así, ¿qué se podía esperar entonces que le ocurriera a esta hornada de políticos que desde que les dieron un micrófono lo único que han hecho es tratar de ganar adeptos repartiendo leches dialécticas?

Primero fue Rivera, que cuando ya lo tenía en la mano, después de convencer a muchos españoles de que venía para encarnar la moderación en persona, el centrismo acérrimo y pragmático, decidió darle un giro a su política con la intención de morder un trozo del pastel demasiado grande, mucho más de lo que pensó nunca que podría llegar a probar. Luego, le siguió Pablo Iglesias. Otro jovenzuelo que consiguió movilizar a millones de personas, muchos de los que nunca habían pensado en la política como algo de su incumbencia, y que terminó de caerse de la silla del poder precisamente por empeñarse demasiado en ocupar un sitio que tampoco se había ganado en unas elecciones. Y por último, Pablo Casado, alguien que sin lograr nada especial en todos estos años, llevaba meses en la cuerda floja haciendo soberano el dicho de «por la boca muere el pez», y quizás consciente de que lo más difícil que tenía por delante era recuperar el rédito que alguna vez le habían dado sus propios militantes. No lo consiguió, y en su intento de eliminar a su mayor amenaza hasta el momento, alguien de su propio partido, ha terminado completamente carbonizado. ¿Quién será el próximo en morir en la hoguera?
No voy a decir que me alegro de todo esto que está sucediendo, porque entonces estaría admitiendo que mi país, mi futuro y el de nuestros hijos me importan un bledo. Pero sí que después de ver caer a estos reyes sin trono, tenéis que permitirme que por un instante me permita creer en la justicia política, y que me acueste estos días con la esperanza de que tarde o temprano estaremos orgullosos de nuestros líderes.


No sé cuándo sucederá esto que anhelo, pero por el momento, me conformo con gritarles alto y claro a todos estos personajes que primero nos hicieron creer en el cambio, los que han caído y los que aún no, que ya está bien de tomarnos el pelo. Que se dejen de una vez de jugar al desprestigio, porque así lo único que están consiguiendo es devaluar la clase política hasta niveles inconcebibles, y haciendo que día a día, partidos más extremistas, separatistas, inconstitucionales incluso se froten las manos, satisfechos, y ganen seguidores entre aquellos que ya están cansados de que nadie se fije en ellos.
Señores, por favor, vuelvan a buscar el voto aportando ideas, pero las suyas propias, que repito, de eso trata precisamente la política.

Francisco Ajates

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Una elección para la discordia

Y digo yo, ¿no nos estaremos empezando a volver locos? Algunos ya lo estamos desde hace tiempo, pero lo que ha pasado esta semana con el resultado del insigne festival de Benidorm, creo que ha venido a confirmar que la especie humana, al menos la de este lado del continente, está comenzando a sufrir una especie de delirium tremens, seguramente derivado de estos dos años de pandemia que ya llevamos cargados en la mochila.

De verdad que me cuesta creer el petate que se ha formado porque esta pobre chica, que hasta hace una semana era prácticamente desconocida para el gran público, se haya proclamado la elegida para representar a España en el arrinconado al olvido Festival de Eurovisión.

Parece de chiste. Porque si como digo, llevamos años contemplando de qué manera el famoso concurso televisivo se devaluaba en España con cada edición, gracias sobre todo al desastre en el resultado que coleccionaba el elegido concursante español de turno, no parece de recibo que ahora el asunto de la elección haya tomado visos de tragedia nacional. Pero a ver, si a la gran mayoría nos cuesta recordar quién fue el representante español de la edición anterior, y mucho menos el resultado; quizás, porque hace una eternidad que no somos capaces de cosechar suficientes votos de las naciones vecinas como para llegar más allá del quinto puesto por la cola. ¿Es posible que ahora nos haya dado un ataque de locura porque no nos gusta quien va a ir a cantar este año?

Pero es que además, si con la histeria colectiva no hemos tenido bastante, hasta ha habido representantes políticos que han pensado en que la ocasión la pintaban calva para reivindicar algún tipo de ofensa patria, debido principalmente a que algunas de las concursantes, que al final es lo que eran todos, meros concursantes de un programa televisivo con normas propias y un jurado, interpretaban una canción en gallego. A este respecto, y no quiero ser muy duro con el asunto, me pregunto yo: «¿hubiese sido lo mismo si las muchachas cantasen, ya no digo en catalán, Dios me libre, simplemente en “valencià”, por ejemplo? ¿O es que el gallego es más español que la lengua que se habla en la Costa del Azahar?» Me da la sensación de que no, de que al final, ese temilla de la lengua hubiese pasado desapercibido, y más de alguno contento de que el idioma elegido para representar a España no fuese uno tan similar al catalán. Y que conste que no me extraña, sobre todo por lo mucho que los partidos nacionalistas catalanes han hecho por ganarse este rechazo unánime del resto de la población en este país. Ya veis, un ejemplo más de que los separatismos a la fuerza no traen nada bueno, porque en lugar de acercar al resto a una lengua tan bonita, lo que han conseguido es que cada día nos sintamos más distantes.

Pero en fin, dejando atrás este asunto político, lo peor de todo es que a la vencedora del concurso se le ha terminado por condenar a muerte en las redes sociales y medios afines, cuando lo único que hizo ella fue saltar al escenario a hacer lo que mejor sabe hacer, que es cantar y bailar. Y al final, después de la alegría por ganar, se ha dado de bruces con la realidad de este país. En España desde hace tiempo lo que se lleva es la confrontación, y si constantemente estamos viendo que los máximos representantes del entendimiento se tiran los trastos a la cabeza solamente por jugar al juego del desprestigio, pues el resto no íbamos a ser menos. Y ahora, aunque como digo nos importa un comino desde hace tiempo lo que suceda con el Festival de Eurovisión, pues resulta que de golpe la elección del cantante se ha convertido en una cuestión de vida o muerte, y hace ya casi una semana que nos estamos rasgando las vestiduras por la injusticia del resultado.

Me da a mí, aunque al final nos guste o no, que con esto de las votaciones, los organizadores del concurso han conseguido el objetivo que pretendían, que no era otro que revalorizar un producto que llevaba años en el más oscuro ostracismo. Han logrado algo que ya alcanzara Buenafuente allá por el 2008, cuando provocó el mayor cisma televisivo que se recuerda. Él solito, en una especie de boicot a un canal de la competencia, y aprovechando el desliz de los organizadores que pensaron que el voto del público era suficiente para lograr una elección con cierto grado de coherencia, con la ayuda de su audiencia y de la manipulación que da la publicidad, fue capaz de nombrar representante español a un cómico, uno de los malos, metido a cantante. Aquella graciosa desfachatez también hizo que consumiésemos televisión pegados al sofá durante una buena temporada. Así que, viendo este grado de adulteración social, ¿alguien pensó entonces que alguna vez más se iba a permitir que el voto de la audiencia tomase una decisión de este pelo? Por supuesto que no.

Por el bien de todos, dejemos entonces que esta chica, Chanel, que aún no había dicho su nombre, disfrute de su momento. Porque cuando llegue el concurso, mucho me temo que terminará igual que los que la han precedido estos últimos años. Y entonces volverán a lloverle los palos. Alguno dirá incluso que los merece, que se veía venir, como si antes no hubiese sido lo mismo. Lo único bueno para ella es que al año siguiente, nadie se acordará de esto. A ver con qué nos sorprenden entonces para llamar de nuevo nuestra atención y hacer que nos olvidemos durante una temporada de las cosas que sí de verdad importan.

Francisco Ajates

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Se ha marchado el más grande

Esta semana, todos los que amamos el baloncesto nos hemos quedado huérfanos. Bueno, quizás los de mi generación, más que huérfanos hemos tenido la sensación de haber perdido a un hermano. Y es que después de llevar más de treinta años disfrutando de este fantástico deporte, incluso de manera activa —aunque algunos ya solamente seamos capaces de arrastrar la suela de las zapatillas por el parqué—, y más de veinte viendo como uno de los mejores deportistas de la historia de nuestro país se forjaba un sillón de oro en el olimpo de los dioses de la canasta, enterarse de que por fin se retira ha sido un golpe muy duro. Y no será porque no lo viésemos venir. Su marcha era esperada desde que hace algo más de un año se lesionó de gravedad. Pero hay que reconocer que con la retirada de Pau Gasol, la mejor etapa del baloncesto español, quizás la mejor de todo el deporte de este país, al menos el de selecciones, ha comenzado a escribir su última crónica.

Sin embargo, a pesar de la tristeza de verle partir, la estela que tanto él como sus compañeros han ido dejando tras de sí a medida que avanzaban en su carrera es tan grande y tan brillante, que han iluminado el camino del triunfo con una llama imperecedera. Entre todos, han colocado el baloncesto de este país en un lugar altísimo, y pase lo que pase de aquí en adelante va a ser difícil que alguien nos baje. Es más, el rédito acumulado por este grupo de deportistas desde que en el 98 ganaron su primer título, cuando aún eran unos chavales, es tan descomunal, que la selección española de baloncesto se ha ganado el perdón eterno; por muy mal que se den las cosas en el futuro.

Y de lo que no nos olvidaremos nunca, es de que Pau Gasol era el capitán de este grupo de gladiadores, armados solo con la garra que da el talento. El talento, y el esfuerzo por superarse. Pau Gasol es un grande del deporte, y no solo en sentido literal. Su palmarés es incomparable, y él fue el primero de otros que más tarde hicieron de la excepción, del sueño inalcanzable, algo corriente hoy en día. Porque son ya doce los jugadores a los que Pau Gasol les abrió la puerta de la NBA en el 2001, cuando hasta ese momento solo uno, Fernando Martín, se había atrevido a saltar el charco. No en vano, cuando aquel larguirucho y desgarbado veinteañero llegó a Memphis, parecía imposible que alguien en este país pudiese competir cara a cara con gigantes de la talla de Tim Duncan, Shaquille O’Neal o Kobe Bryant, y sin embargo ahora, la presencia de españoles en la liga de las estrellas es tan habitual, que a cualquiera de nosotros, incluso a los aficionados, nos cuesta completar la lista de nacionales presentes en las filas de equipos norteamericanos. Y esto, aunque ya lo veamos como algo normal, es el mayor de los títulos conquistados en este deporte. Haber conseguido subir el nivel del baloncesto español hasta lograr que compita cara a cara con los mejores del mundo es sin duda nuestra mejor victoria.

Pero más allá de sus logros deportivos, este tipo de 2,13 metros de estatura encarna la definición de Deportista por excelencia. Ha llegado hasta lo más alto sin decir esta boca es mía, sin meterse en charcos dialécticos, respetándose tanto a sí mismo como a los rivales, y qué decir a sus compañeros. Nadie, nunca, y esas son dos palabras muy grandes, casi tanto como él, ha salido a un micrófono a quejarse de su comportamiento, sino todo lo contrario. Y después de lo que ha conseguido, tanto a nivel particular como colectivo, aún sigue llevando la palabra humildad tatuada en la frente. La misma humildad con la que aterrizó en Estados Unidos hace veinte años. Pau es alguien querido por todos, y a partir de ahora, añorado por todos; más aún por los que disfrutamos del baloncesto.

Se ha ido el más grande, para muchos el mejor deportista español de todos los tiempos, pero aunque ya no le volvamos a ver competir, estoy convencido de que su recuerdo en las canchas será eterno, al igual que su camiseta con el número dieciséis colgada en el Staples Center junto a la de otros dioses del baloncesto: Jamaal Wilkes, Jerry West, James Worthy, Shaquille O’Neal, Kareem Abdul-Jabbar, Magic Johnson, Gail Goodrich, Elgin Baylor, Wilt Chamberlain y claro, Kobe Bryant. Sí, ahí, en el cielo del baloncesto mundial, estará para siempre una camiseta con el nombre de un español grabado en la espalda, para que todo el mundo recuerde que él también fue uno de esos dioses.

Pau, los que amamos este deporte te vamos a echar de menos. Sobre todo los que a tu lado, viéndote crecer como deportista, nos hemos ido haciendo mayores. Mayores, pero orgullosos de verte lograr aquello con lo que antes en este país no nos atrevíamos ni a soñar.

Francisco Ajates

 

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Un volcán: la imagen del oportunismo

Hay que reconocer que el asunto tiene bemoles. Si no teníamos bastante con una pandemia mundial poniendo en jaque la continuidad de la especia humana, justo ahora que con un poco de suerte el maldito coronavirus aparenta estar dando sus últimos coletazos, aquí en España asaltamos una vez más la banca informativa; ahora de manera involuntaria, alimentando el circo mediático con un desastre natural de dimensiones épicas. Algo que sin duda cincelará las páginas de los libros que cuenten en un futuro la historia de nuestro país.

Y es que desde que el pasado domingo el volcán de La Palma entró en erupción, la repercusión mediática ha sido tal, que sin darnos cuenta nos hemos pasado más de tres días pegados al televisor siguiendo con una expectación desmedida el flemático avance de esa lengua de lava que parece no querer detenerse nunca. Es más, llevamos tanto tiempo escuchando a diferentes expertos en fenómenos geológicos qué es lo que ocurrirá cuando alcance el agua del mar, que hasta he leído en algún sitio, medio en broma medio en serio, que en la costa de Florida, sí, en Florida, a más de 6.000 km, ha subido no sé cuántos puntos la contratación de seguros de hogar. No fuera a ser que las previsiones de alguno de estos agoreros televisivos se cumplan, y los habitantes de la costa atlántica en Estados Unidos se levanten uno de estos días con olas de diez metros como consecuencia del tan ansiado chapuzón de lava canaria.

El verdadero problema de este maremoto informativo es que como siempre, terminará pasando. E igual que la lava cuando deje de salir del volcán y se enfríe, los medios congelarán la noticia, y el asunto dejará un regusto tremendamente amargo para los cientos de familias que estos días están viendo cómo su vida entera es engullida por un río de magma incandescente. Una lengua burlona que se ríe de todos mientras muchos, los políticos sobre todo, posan delante de ella para no perder la oportunidad de captar el momento y de, por qué no, ocupar un espacio televisivo cuando el interés por lo excepcional hace que las audiencias se multipliquen.

Quizás sea que con el tiempo me he vuelto un tanto descreído con esta clase política que padecemos, pero más allá de lo dramático que me parece que alguien pierda su casa, sus pertenencias, su vida entera en un segundo y sin poder hacer nada por evitarlo, me ha parecido un poco cómico ver estos días a varios políticos españoles desfilando por La Palma para «solidarizarse» con el pueblo canario. Es más, la imagen de alguno de ellos me ha traído irremediablemente a la memoria otra en la que el alcalde Joe Quimby de los Simpson se bañaba en un lago radioactivo en Springfield, allá por los noventa, intentando demostrar delante de la prensa que el agua era perfecta para el baño. Espero que a ninguno ahora se le ocurra meter los pies en la lava con el objetivo de probar que la nuestra, la española, tiene beneficios para la salud de los turistas que vengan a visitarnos —que alguien se lo diga a Reyes Maroto—; no vaya a ser que algún guiri lo tome en serio, y decida cambiar la moda del rojo cangrejo al sol del mediodía por la del negro tizón a la brasa de un volcán en erupción.

Lo siento mucho, pero no me los creo. No me creo a los que van ahora, que sin duda no irían si aquello no estuviese llenito de cámaras, como tampoco me creo a los que los critican desde la distancia, porque estoy seguro de que durante los próximos días no perderán la ocasión de protagonizar su particular excursión a la isla. Y si no, al tiempo. Veréis cómo todos, toditos, encuentran un motivo para acercarse a La Palma y no perder la oportunidad de salir en la foto.

Lo que sí me gustaría es que dentro de un año, cuando muchas de estas familias que lo han perdido todo aún se encuentren en litigios con el Consorcio de Compensación de Seguros para recibir su indemnización, seguramente viviendo malamente en casa de un familiar y gracias a la ayuda de alguna subvención temporal que más tarde deberán declarar a hacienda, alguno de estos políticos que ahora está en primera línea de fuego regrese allí sin cámaras de por medio, y con un cheque en la mano para que esta pobre gente pueda comenzar a rehacer su vida.

Me temo que eso no ocurrirá nunca. Y si sucediera, se convertiría en algo tan excepcional, que sí que sería verdaderamente digno de llenar las páginas de los noticiarios.

Francisco Ajates

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Asturias: cielo gris, corazón de metal

Casi no nos hemos dado cuenta, pero un verano más se nos ha ido de las manos. Bueno, puede que aquí en Asturias este año ni siquiera nos llegáramos a enterar de que había entrado allá por el mes de junio. Aunque a estas alturas, y no sé cuántos años vamos ya, parece que los asturianos nos hemos acostumbrado a disfrutar del buen tiempo cuando ya no nos queda tiempo para disfrutarlo, si se me permite el juego de palabras. Pero en fin, qué le vamos a hacer. Quizás esta maldición del cielo gris y encapotado durante todo el verano sea el peaje que tenemos que pagar por vivir en el mejor territorio de este país, alejados de las grandes olas de calor que derriten el resto de la península semana sí semana no durante los meses estivales, o de las tormentas torrenciales que convierten los coches en chalanas en sitios en los que días antes se jactaban de salir de casa solo a la fresca. Aquí no, aquí eso no pasa nunca. Aquí nos hemos instalado definitivamente en la desidia climatológica. Tanto es así, que algunos no guardamos el nórdico ni siquiera en agosto.

Pues con este panorama, tanto este verano como el anterior, puede que ayudados por la pureza de este aire astur, impregnado en el aroma a metal y carbón que todos los que hemos nacido en el Asturias industrial llevamos adherido a la piel desde que éramos unos chiquillos, o por el maldito Coronavirus, o quién sabe si por el clima sin sobresaltos del que tanto nos quejamos nosotros, nuestra Comunidad Autónoma se ha convertido en la preferida de los turistas en España. Sí, ahí lo tenéis. A la chita callando y sin hacer grandes aspavientos, Asturias ha sido en 2021 un lugar en el que la ocupación hotelera ha rozado casi el lleno durante todo el verano. Y justo en una época en la que aún se recomendaba al populacho quedarse en casa para no esparcir el virus. Esto es un dato fantástico del que tenemos que estar orgullosos. Entre todos hemos logrado hacer que nuestra tierra sea el lugar idílico para que el resto de españoles vengan a dejar los cuartos, y día sí día también, las calles de los pueblos más turísticos del Principado se han visto abarrotadas de gentes deseosas de comerse una fabada o de conocer en persona al famoso cachopo del que tanto se habla más allá de la cordillera. Por cierto, hablando de famosos, también estos se han dejado caer por el Principado durante todo el verano. Incluso hemos visto en las redes a alguno de estos personajes conocidos, concretamente a uno con varias estrellas Michelin, chupándose los dedos en un restaurante mientras se deleitaba comiendo un simple arroz con pitu, como si ese plato fuese el más digno manjar de un sultán de oriente medio. Que seguro que lo es, de eso no me cabe ninguna duda.

Ahora bien, aunque es cierto que debemos estar orgullosos de lo que poseemos: de las sendas frescas que pisamos todo el año, de nuestros fantásticos areneros de kilómetros de longitud, igual que de las playas recónditas a las que solo van un puñado de personas cada día; de las rutas de montaña, de nuestros ríos, de los pueblos con aroma a hierba ensilada y a ganado sano y productivo, de nuestros manjares gastronómicos, del jarabe verde y escanciado que nos corre por las venas, de los lagos de Covadonga y la Santina… —es que son tantas las cosas buenas de las que podemos alardear, que si quisiera enumerarlas todas no tendría bastante con un artículo—, los asturianos no debemos olvidar nunca de dónde venimos, a pesar de que el paisaje industrial que nos define sea un tanto menos atractivo.Está claro que Asturias es un valor al alza para el turismo, y esto es bueno para todos los que vivimos aquí. Sobre todo para ese puñado de hosteleros que siempre han mirado con cierta envidia hacia el sur de la península, desesperados muchas veces porque el bueno de Maldonado no se atrevía a borrar el sombrero del mapa de Asturias cuando ofrecía su pronóstico del tiempo. Ahora por fin están recogiendo el fruto de la excelencia, del trato exquisito hacia el visitante que se atrevía a venir aquí en lugar de viajar al sur a pelearse por un sitio en la playa. Pero creo que cometeríamos un error muy grande si a partir de este momento pusiésemos nuestras esperanzas de desarrollo en esta industria tan frágil y traicionera, como ya hicieron otros hace tiempo, confiados en la bonanza climatológica de la que presumen casi todo el año.

El turismo en Asturias es diferente al del resto de España, y seguramente eso es lo que lo está poniendo de moda. Pero cuidado, porque las modas son pasajeras, e igual que vienen se van. Tenemos que procurar entre todos, sobre todo los que mandan, que nuestro turismo no se muera de éxito y que procure mantener la calidad que siempre lo ha definido. Que vengan a visitarnos, cuantos más mejor, pero que nadie piense en aprovechar el tirón para convertir algo tan excepcional en un oasis ficticio durante dos o tres meses en verano, para después dejarlo morir el resto del año convirtiendo nuestros pueblos en desiertos deshabitados.

Solo pensar en ver Asturias transformada en algo así me horroriza, por lo que no debemos dejar que esta moda ahora desvíe nuestra atención y nos haga olvidar otros asuntos más importantes. Hay que fomentar el turismo para que crezca, pero el turismo de calidad y no el de cantidad. Y sin duda, lo que de verdad tienen que crecer en Asturias son los puertos, las carreteras, las infraestructuras industriales, las ayudas a la ganadería, a la agricultura. Aunque estas cuestiones sean un poco más feas a la vista.

Esta Asturias de la que hablo quizás sea tan gris como el cielo que la encapota todo el año, pero su grandeza y su fuerza residen en un enorme y verde corazón de metal que la hace resistente a cualquier amenaza externa. Ahí es donde debemos concentrar los esfuerzos. Tenemos que alimentar ese corazón para que no pare de latir nunca. El resto es solo fachada, y sin duda la nuestra es fantástica y debemos aprovecharla. Aprovecharla y cuidarla para que sea eterna. Que no se le olvide a nadie.

 

Francisco Ajates

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Indultos para los infectados

Seguramente, alguien habrá pensado al leer el título del artículo, que me iba a meter en el cenagal en el que andan estos días nuestros políticos chapoteando. Nada más lejos de la realidad. Dios me libre de colarme en el medio de un dilema que divide a esta nación en dos mitades equidistantes. Por un lado, los que tratan de vender el asunto como un paso hacia adelante, como un acto de confianza y buena fe para acercar posiciones con esa mitad de catalanes que sueñan con la secesión, cuando está claro que lo único que están haciendo es pagar el primer plazo del rédito político que compraron hace ahora un par de años; y por el otro, los que en lugar de presentarse como solución al problema, han decidido echar más leña al fuego de la que es capaz de soportar la hoguera. Estos últimos le están metiendo tanto combustible al dilema, que terminarán sofocándolo por falta de oxígeno, y serán ellos los primeros en pagar las consecuencias en unas próximas elecciones. Será ahí cuando se den cuenta de que el papel de pirómanos ya está copado por otros. Y entre tanto, los indultados, que en lugar de arrepentirse del pecado, están vendiendo esta decisión democrática y constitucional, que no se le olvide a nadie, como una derrota absoluta del Estado opresor que no les deja echar a esa misma hoguera de la que hablo la Carta Magna que ahora les ha dejado salir de la cárcel. En fin, como digo, prefiero no hablar de este tema porque no consigo verle nada bueno, lo mire desde el lado que lo mire.

Sí en cambio me ha parecido oportuno comentar esta semana lo ocurrido en Mallorca con ese montón de adolescentes, y no tan adolescentes, que se ha pensado como tantos otros primero, que lo del virus no iba con ellos. Y es que al final, la fiesta ha terminado con 1.200 contagios relacionados con este brote balear, más de 4.500 personas en cuarentena, alguno seguramente aterrorizado notando que el bicho volvía a estar cerca ahora que cada vez lo estamos viendo más lejos, y alrededor de unos 300 encerrados con pensión completa durante un par de semanas en bonitos hoteles con vistas al mar.
Bueno, pues con este panorama, justificando entre todos tamaña desfachatez con el discurso de lo difícil que es contener el ímpetu pubescente después de un año de restricciones, pues resulta, que hemos estado toda la semana viendo en televisión a unos cuantos cabreados por haberse quedado encerrados en la isla con todos los gastos pagados, en lugar de regresar a sus casas a continuar la fiesta con los amigos el fin de semana posterior al viajecito a Mallorca. Cabreados los reos, y cabreados los padres, que hablaban incluso de secuestro. Y me pregunto yo, ¿estaban estos, los enfadados, y los que no, que como siempre en estos casos pagan justos por pecadores, y esta vez también los hay que no se lo han tomado mal, como los hay que lo han hecho bien y han caído en el mismo saco que los imprudentes, tan preocupados por ver a sus padres cuando saltaban al calor de una hoguera en la playa, el día después de aterrizar en la isla, botella en mano junto con otros cientos que se habían olvidado por completo de dónde venimos este año tan largo? Pues seguramente no, como tampoco esos padres cuando decidieron financiar el viaje, con los dedos cruzados primero para que no sucediera nada de lo previsible, y con los ojos cerrados después para no ver las consecuencias del maremoto que provocó ese macrobrotellón de Mallorca, si se me permite la palabra.

Dicho esto, también soy consciente de que es muy complicado meter en la cabeza de algún chico de 17 años que el virus mata, porque su cabeza está repleta de muchas otras cosas difíciles de controlar a esas edades (parezco el abuelo cebolleta, lo sé). Y del mismo modo, entiendo que es complicadísimo gestionar para los padres esa revolución hormonal tan descontrolada en algunos casos. Así que no vamos a culparlos solo a ellos por lo sucedido. En esto también hay que sacarle los colores a los que autorizaron en Mallorca, y en otros sitios de este país en los que está sucediendo algo similar madrugada tras madrugada, que cientos de chavales se apelotonaran sin tener en cuenta ninguna medida higiénica en un momento en el que aún no hemos derrotado por completo al dichoso virus. Aunque creo que esto también ocurre porque los mensajes que se envían a veces desde las organizaciones son tremendamente contradictorios, por eso de guardar la imagen de tranquilidad con vistas al turismo, que no nos olvidemos, es la principal fuente de ingresos de esta nación regada por el sol del Mediterráneo.
Quizás por todo esto de lo que hablo, debemos ser un poco más comprensivos con lo  sucedido en Mallorca y pensar en concederles a los chicos el indulto, como ha hecho una juez en Mallorca dejando marchar a los que estaban en cuarentena, en lugar de criminalizarlos ahora que ya ha pasado. Si no a todos —porque igual que son mayorcitos para irse a coger una tranca a mil kilómetros de su casa, después de lo que llevamos encima, también lo son para saber cuándo hay que ponerse la mascarilla por mucho que alguno se quiera agarrarse ahora precisamente a la falta de supervisión—, al menos a los que visto lo sucedido han creído oportuno arrepentirse o incluso disculparse. Pero igualmente, me gustaría aprovechar estas pocas frases para recordarnos a todos que aunque el final del camino está cerca, debemos medir con calibre lo que hacemos, porque cualquier descuido nos vuelve a la casilla de salida antes de que nos demos cuenta, y creo que ya ha llegado la hora de dejar de contar muertos. Recordad, mientras no estemos todos vacunados, el virus seguirá corriendo entre nosotros. No estamos libres de contagiarnos y solo los que tengan ya la vacuna podrán pasar la enfermedad sin sufrir los efectos más graves. Si es ya es casi imposible evitar el contagio cuando el virus pasa cerca, por muy bien que lo hagas, qué decir si además nos dededicamos a montar fiestas multitudinarias.

Tenemos que empezar a vivir libres cuanto antes, pero todos, no solo los chavales. Y mientras no llegue la vacuna a la mayoría de la población, cada vida que consigamos salvar gracias al trabajo colectivo, habrá hecho que merezca la pena el esfuerzo.

Francisco Ajates

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El amor por un hijo es eterno

Sé que este artículo llega una semana tarde, pero he preferido posponerlo unos días para hacerlo ahora con la mente más fría. Seguramente, de haberlo escrito el día que la triste noticia de la aparición del cuerpo de Olivia, la niña tinerfeña secuestrada 45 días antes por su padre, nos golpeó con fuerza en las narices, más tarde terminaría por arrepentirme del color de las frases que iba a utilizar para pintar el estado de ánimo en el que me encontraba; como con seguridad le sucedía ese día a los habitantes de este país en el que entendemos el significado de la palabra familia como solamente nadie más en el mundo entero lo hace.
Y ahora que han pasado unos días desde que nos hemos enterado de que Olivia está muerta, en lugar de usar este artículo para maldecir a la bestia inhumana que la ha matado, he preferido hacer un llamamiento para que entre todos intentemos que cambie algo en esta sociedad; que seamos capaces primero de detectar a estos enajenados mentales que no tienen otro sitio mejor en el que estar que tras los barrotes de una cárcel para dementes. Y para que siempre, pase lo que pase entre dos adultos, nos esforcemos por alejar a los niños del yugo de la crueldad y de la violencia, porque ellos son siempre inocentes condenados sin juicio justo. Los niños solo quieren ser felices, y su felicidad es muy barata. Basta con darles el cariño que se merecen solo por el hecho de haber venido a este mundo sin pedirles permiso para traerles.
Y que conste que me niego a admitir que el ser humano es capaz de hacer tanto daño solamente por rencor hacia los demás. No, es imposible. Tiene que haber una especie de interruptor en la cabeza de una persona para que en un momento dado deje de ser precisamente eso, persona. Y así, sin darse cuenta, se convierta en un animal descerebrado y sin alma, capaz entonces de hacer sufrir a cualquiera, incluso a sus propios hijos.Imaginad una balanza en la que a un lado ponemos todo el odio que sentimos hacia un tercero, y al otro, el amor infinito que se siente hacia un hijo. Esa personita que por mucho que te lleve de cabeza a veces, cuando necesita ayuda te mira con ojos de admiración sabiendo que siempre estarás ahí para protegerle; sangre de tu sangre, alguien que has visto nacer y crecer a tu lado, que siempre querrás tanto que hasta te duele verle sufrir por lo más nimio, y que no dudarías en morir, si fuese necesario hacerlo, por mantenerlo a él con vida en caso de riesgo. Pues bien, ¿quién en su sano juicio dejaría que en esa balanza el odio pesara tanto como para hacer despreciable ese amor eterno? ¿A caso no tendría que estar rematadamente loco aquel que fuese capaz de mirar a la cara a esa criatura indefensa, y arrancarle la vida de un plumazo y sin contemplaciones? Yo personalmente no lo creo, me parece imposible. Y por esa razón pienso que, a pesar de este caso tan desgarrador, aunque haya gente capaz de atesorar mucho odio hacia los otros, no hay tantos tan locos como para usar a sus propios hijos de munición. Y los que haya, repito, tenemos que ser capaces de encerrarlos antes de que puedan hacer tanto daño como esta alimaña a la que esas pobres niñas llamaban papá.

No hay palabras que puedan expresar el dolor que tiene que estar sufriendo esa madre, y por mucho que tratemos de de darle consuelo, de decirle los españoles que aquí estamos para ayudarla, y ella ponga todo su empeño en sentir el aliento del resto cerca, estoy seguro de que ahora mismo daría su vida un millón de veces por recuperar un solo día la de sus dos hijas. Y ese es un sentimiento tan profundamente triste, algo que debe de calar tan adentro, que lo mejor que podemos hacer es dejarla pasar el duelo como pueda, y desear que en un futuro sea capaz de rehacer un poquito su vida. No será fácil, no queramos engañarnos ni engañarla a ella dedicándole palabras de ánimo que resuenan vacías después de escucharlas mil veces. Porque lo que le ha sucedido es tan trágico, que no creo que nadie que haya pasado por algo la mitad de doloroso sea capaz de mirar algún día hacia adelante. Pero de todo corazón espero, que aunque no lo supere nunca, al menos logre encontrar un resquicio de aliento para seguir luchando por Anna y Olivia.
No, ellas ya no están con nosotros. Pero si esa pobre madre es capaz de seguir sintiendo dentro de su pecho el latir eterno del corazón de sus dos hijas, conseguirá demostrarle al mundo entero que el amor por un hijo es algo imperecedero. Es un sentimiento tan grande, que ni el odio infinito puede agotarlo.

Francisco Ajates

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Nosotros nacimos en el lado fácil de la valla

La vida en occidente pasa muy deprisa. Tanto, que con el transcurrir de los años, los que vivimos en los países más desarrollados, a medida que de forma particular vamos cumpliendo metas, colmando el vaso de los objetivos personales, dejamos de valorar precisamente todo eso que hemos logrado, y centramos nuestras preocupaciones en alejarnos lo más posible del horizonte de la muerte. Estamos tan concentrados en empujar lo más lejos posible el final de nuestro recorrido en la vida, que lo que conseguimos es que todo pase tan rápido que ni nos damos cuenta de lo que vamos dejando atrás. Es una cuestión de relatividad muy sencilla de comprender. Cuanto más nos preocupamos de lo que está por venir en un futuro lejano, menos valoramos lo que tenemos ahora, y sin querer, nos olvidamos de saborear las cosas buenas que nos rodean. Aquello que hace que gocemos de una vida plena y satisfactoria, con sus catástrofes sentimentales, claro está, que de esas no se libra nadie.

Pensaréis que de pronto me he vuelto chiflado y me ha dado por filosofar sobre el significado de la vida. Pero nada más lejos de la realidad. Lo que sucede, es que observando estos días lo que está ocurriendo en dos puntos de la Tierra, uno más próximo que el otro, me ha venido a la cabeza esta reflexión tan oportuna: ¿somos verdaderamente conscientes de la suerte que hemos tenido al nacer en este lado del planeta?

Y si no, que le pregunten a alguno de los habitantes de Israel si al irse a la cama cada noche lo hace imaginando cómo serán sus vacaciones este próximo verano. O solamente si será capaz de levantarse a la mañana siguiente, escuchando el ruido de los misiles que sobrevuelan los edificios, sin echarse a llorar y creyendo que quizás mañana no sepa cómo explicarle a sus hijos qué es lo que ha pasado para que no hayan vuelto a sentarse todos a la mesa.

¿Y qué me decís de toda esta pobre gente que se agolpa por millares detrás de una valla metálica en Ceuta? ¿Cómo tiene que ser su vida ahora para jugársela en un suspiro, atraídos por una burda mentira de su propio gobierno y con la falsa esperanza de alcanzar al otro lado un mundo mejor? Si es que hemos visto cómo algunos llegan tan exhaustos, que cuando alcanzan la orilla de la playa solo les quedan fuerzas para llorar desconsolados de rodillas, abrazados a las piernas de unos desconocidos cuya tarea consiste en devolverlos al otro lado sin poder ni siquiera plantearse el motivo de tanta falta de humanidad.

Es una verdadera lástima ver esa playa abarrotada de seres humanos desesperados por alcanzar un sueño que a buen seguro para la mayoría terminará convirtiéndose en pesadilla; incluso para muchos de los que logren cruzar la valla y se encuentren más tarde vagando por una ciudad que no es la suya, escondidos Dios sabe dónde, y seguramente mendigando por un poco de comida en un lugar en el que nadie les quiere. Puede que además, alguno lo haga al mismo tiempo que llora la pérdida de un ser querido, igual un hijo, o un padre, o una esposa, alguien que como ellos pensó que al otro lado íbamos a estar esperándoles con los brazos abiertos dispuestos a recibirles con honores. Y eso, mientras sus dirigentes se sientan orgullosos parapetados tras los muros de sus lujosos palacios de marfil, contemplando con satisfacción el resultado de una inhumana pantomima que ha puesto en peligro la vida de miles de sus ciudadanos. Todo con el objetivo último de ganar la mano en una absurda competición de testosterona que lleva más de un siglo jugándose en ese país. Una guerra política por la hegemonía de un territorio tristemente olvidado más allá de las fronteras de Marruecos, seguramente porque allí no hay petróleo que repartirse entre el resto de las naciones poderosas.

La verdad, es que viendo las escenas se me parte el corazón y por eso me ha dado por pensar en lo afortunados que somos observando estas miserias humanas desde la barrera, detrás del cristal de la pantalla del televisor, alejados del ruido de las bombas en Israel o de esa playa de El Tarajal en Ceuta. Y que conste que no pretendo encontrar la solución al problema de la inmigración en Europa, ni soy nadie para opinar sobre si Marruecos es o no la nación soberana del Sahara Occidental. Y mucho menos saber cómo tienen que hacer palestinos e israelís para dejar de matarse entre ellos como llevan haciendo tantos años. Pero sí me gustaría, que sabiendo de dónde venimos este último año, después de pasarnos los primeros meses del 2020 viendo en televisión cómo en China se morían intentando controlar un extraño virus que parecía no entender de barreras geográficas —como si con nosotros no fuese la cosa, quién lo iba a decir ahora, ¿verdad?—, fuésemos al menos capaces de arrancar de nuestras entrañas una pizca de empatía por esos miles de personas que se sientan estos días con nosotros en el salón. Quién sabe si quizás en un futuro, ojalá nunca suceda, sean nuestros hijos, o nuestros nietos, es lo mismo, los que viajen por las ondas hasta verse reflejados en las pantallas de un televisor a miles de kilómetros de España, al igual que lo hizo el virus cuando decidió escaparse de China y hacer que el problema de aquel país del Lejano Oriente terminase también siendo el nuestro.

Justo ahora que estamos a un solo paso de recuperar las sonrisas que han borrado las mascarillas, intentemos entre todos que la lección aprendida sirva para algo. Tenemos que luchar para que cuando todo este mal trago pase, el mundo no siga siendo igual de despiadado con aquellos que han tenido la desgracia de nacer al otro lado de esa valla metálica coronada con espinas afiladas.

Francisco Ajates

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El gran negocio de la salud

Siempre que hay una crisis, alguien sale beneficiado. Y el provecho de unos pocos, suele ser inversamente proporcional a la desgracia de la mayoría, así que imaginad qué ha ocurrido con esta que estamos sufriendo ahora que es de una envergadura épica.

Siempre ha sucedido lo mismo, y en este caso, desde que empezó la pandemia, han surgido multitud de empresas que han visto el negocio donde los demás solo veíamos muertos. Para muestra un botón. Recordad si no aquellas primeras mascarillas que llegaban con honores televisivos en avión desde la China fantástica, la misma que primero nos mandó el virus, y por las que pagamos un precio que tenía más que ver con la escasez que con la calidad higiénico sanitaria que se les suponía. O la proliferación de productos desinfectantes terminados en –ol y con poderes mágicos, que nos aseguraban desde los primeros días que una ducha en ellos al entrar en casa era suficiente para mantener alejado al bicho de la familia —os confieso que yo llegué a tener las manos tan blancas y arrugadas que mis huellas se volvieron indactilares, si se me permite la palabra. Del asunto del papel higiénico prefiero no hablar demasiado. Pienso que este fue solo un negocio pasajero que funcionó bien los primeros días de la pandemia, probablemente porque el miedo a infectarnos hizo mella en nuestro tránsito intestinal, y ante la posibilidad de vernos sentados en el bidé si la cosa se ponía más chunga, preferimos llenar la despensa de celulosa en rollos aunque alguno se hiciera con reservas suficientes para lo que queda de década, no fuera a ser que la cagalera durase más de la cuenta.

Bueno, bromas aparte, no cabe duda que en cualquier ámbito de la vida, cuando la cosa se pone fea, surgen oportunistas expertos en pescar en río revuelto. Pero cuando además, lo que se ve en un brete es la salud de la humanidad al completo, son las empresas farmacéuticas las que se ponen manos a la obra para conseguir el mejor cebo, y podemos asegurar que estas no se andan con chiquitas. Aquí el asunto cobra una magnitud desproporcionada, y cuanto mayor es el problema y más graves son las consecuencias, más ceros que se suman a la cuenta de beneficios de estas empresas. Para que os hagáis una idea, justo ahora que se publica el balance de estas cuatro farmacéuticas que han ganado la carrera por comercializar la vacuna contra el Coronavirus, nos encontramos que Moderna, por ejemplo, solo el primer trimestre del año, ha ganado 1.221 millones de euros frente a los poco más de 200 del mismo periodo en el año anterior, una cifra tampoco despreciable. Y claro, ahí es donde surge el dilema moral con el que llevamos días debatiendo: que si patentes sí, que si patentes no.

A priori, la respuesta parece clara. Por supuesto que hay que liberalizar las patentes para que cualquiera pueda fabricar esas vacunas y así lleguen pronto a los países más necesitados. Y si no, que se lo digan a los pobres habitantes de la India, que llevan semanas incinerando ciudadanos en las calles porque ya no saben qué hacer con sus muertos.

Pero cuidado, que algo que parece tan obvio, tal vez sea una quimera, y es aquí dónde surge el debate. ¿Qué hubiese sucedido hace unos meses, si estas farmacéuticas que se frotaron las manos con la idea de encontrar la salvación para la especie humana, creyesen que el beneficio que iban a obtener por ella era menor del esperado? ¿Habrían corrido tanto para encontrar la vacuna? Pues la verdad, no lo sé. Probablemente no. Ya lo he dicho otras veces, y creo que en nuestra virtud para globalizar el mundo está nuestra pena, y este es uno más de los peajes que tenemos que pagar. Hoy en día todo es negocio, hasta la salud, y dudo mucho que los gobiernos estuviesen preparados para afrontar una situación tan complicada como esta, cuando en algunos sitios como en España, por ejemplo, llevamos años recortando la inversión en ciencia e investigación. Así que aunque ahora pensemos que lo más fácil es cortar por lo sano, tenemos que pisar con pies de plomo, no fuera a ser que estas grandes empresas hagan fuerte el dicho asturiano de «al platu vendrás arbeyu», y luego, en otra situación futura y parecida a esta, se dediquen a especular con el remedio cuando lo encuentren.

Bueno, tampoco debemos tenerles miedo. Personalmente pienso que en realidad no será para tanto. Algunas, con lo que han sacado hasta ahora, tienen para llenar la nevera unos cuantos años, y seguramente ya se esperaban que tarde o temprano la vacuna acabaría siendo un bien compartido. De ahí que lo convirtieran en una competición de velocidad. No nos olvidemos de que estas empresas miden las pulsaciones del planeta con un estetoscopio muy sensible, y por su propio bien, nunca dejarán que la cuerda se tense tanto como para que se rompa. Saben calibrar perfectamente sus esfuerzos para que al final el beneficio económico siempre resulte estimulante.

Lo que me da mucha pena, y al mismo tiempo me preocupa, es pensar en que nunca sabremos hasta donde llega su capacidad, ni tampoco sus escrúpulos. Me pone los pelos de punta imaginarme algo como la cura para el cáncer, o la vacuna contra el SIDA, congelada en el disco duro del ordenador de un directivo de una de estas empresas, aguardando a que la rentabilidad de los tratamientos actuales baje tanto como para cambiar de estrategia. El problema, es que mientras que las reglas del juego no cambien, y para esto no queda más remedio que todas las naciones, al menos las grandes, se pongan de acuerdo en algo aunque parezca casi imposible, nuestro futuro sanitario seguirá dependiendo de estos gigantes.

Francisco Ajates

 

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La realidad asusta más que la incertidumbre de las vacunas

Hace mucho tiempo que la información se ha convertido en negocio, y desde el momento en el que se mercantiliza la noticia, la manipulación se convierte en una eficaz herramienta para el que la vende.

Durante los últimos veinte años el flujo de información, y desinformación, con el que convivimos es tan apabullante, que cualquier cosa que logre captar nuestra atención durante un par de minutos seguidos de pronto se convierte en tendencia, su productividad se multiplica de manera exponencial, y el ansia por alimentar el apetito del espectador se vuelve un acicate para retorcer sin escrúpulos la verdad hasta hacer que un simple dato, algo que en otra circunstancia no pasaría de una triste estadística consecuencia siempre de la heterogeneidad del ser humano, de pronto se transforme en el argumento negacionista de mesías visionarios que aunque tienen el cerebro frito por las drogas, consiguen media hora en televisión para despreciar sin escrúpulos los casi 3 millones de muertos que ya se ha cobrado esta pandemia en todo el mundo.

Es perfectamente entendible que la gente tenga miedo, sobre todo a lo desconocido, y eso es precisamente lo que son estas vacunas para nosotros, lo son incluso para los que las han patentado —sobre el debate de las patentes quizás hablemos otro día—. Pero no debemos confundir el riesgo con la percepción del mismo, que es precisamente lo que significa el miedo. Esto que parece un juego de palabras, es fácilmente entendible con algún ejemplo.

En el año 2018 en el mundo se murieron 1,35 millones de personas en accidente de tráfico, frente a las poco más de 200 que fallecieron en un accidente aéreo. Visto esto, no parece normal que haya tanta gente que tiene miedo a montar en un avión, y prácticamente nadie lo tenga a viajar en coche; más allá de hacerlo con un abuelo de 90 años al volante, el mismo que acostumbra a sacar el morro del viejo R9 para comprobar si viene alguien por el otro carril un instante antes de hacer el adelantamiento. Bueno, bromas aparte, este dato apabullante es casi el mismo que el que representan ahora los datos de incidencia con las vacunas. Y es que después de llevar un año bailando con el Coronavirus, hemos dejado de temerle, quizás porque tenemos la falsa, y triste, impresión de que solo se llevará por delante a ese anciano del R9, y ya no somos capaces de valorar el verdadero riesgo que supone que nosotros o alguien de nuestro entorno termine contagiado. Y a cambio, gracias a que llevamos desde enero disfrutando de los sempiternos desfiles televisivos de brazos humanos sometidos al yugo de la jeringa, los medios han visto filón en ensalzar los efectos adversos de las vacunas, y nosotros, nos hemos echado a temblar pensando que en alguna de esas vacunas nos están inyectando poco más que un veneno mortal destinado a acabar con la especie humana. Sirva de ejemplo para esta paradoja: en España, desde que empezó la pandemia y en números redondos se han diagnosticado unos 3,5 millones de contagiados y certificado unas 70.000 muertes. Esto quiere decir que, de cada 100 personas que se contagian, más de 2 se mueren. Es un dato que, aunque sea solo la mitad pensando que los casos positivos han llegado a ser el doble, asusta solo de pensarlo. Pero si hacemos algo parecido con los datos de las vacunas, y cogemos por ejemplo lo que ha ocurrido con esta que está a punto de llegar desde Estados Unidos, es decir, que de 6 millones de inoculados al otro lado del charco, solamente 6 han padecido un efecto secundario grave, no siempre fallecidos, nos encontramos con que es infinitamente más probable que te caiga el famoso tiesto en la cabeza a que te arrepientas de vacunarte.

Uno más: ¿alguien se ha puesto a leer con calma el consentimiento que se firma por culpa de la anestesia antes de entrar en un quirófano para operar algo tan simple como una apendicitis, por ejemplo? En casos como este, el miedo a las consecuencias por no operarse pesa mucho más que el que le tenemos a la anestesia, y corremos hasta el último párrafo del contrato para estampar un autógrafo antes de que nuestros ojos se abrasen con cualquiera de los letales tecnicismos que abarrotan sus páginas.

Como dije al principio del artículo, en estos tiempos en los que vivimos, la noticia es un producto muy valorado por los mercados informativos, y si se pone de moda hablar de los efectos secundarios de las vacunas, pues allá que van todos a competir por la primicia. Pero nosotros tenemos que ser más listos y valorar en su justa medida el contenido del mensaje. Ser capaces de eliminar las florituras y no dejar que el sensacionalismo alimente nuestro miedo. Quizás alguno tenga la desgracia de sufrir un efecto por culpa de la vacuna. Puede que algún lote de estas vacunas salga mal fabricado, del mismo modo que puede suceder con un producto cualquiera de la mejor marca del mercado. Pero pensad que si no nos vacunamos, al final todos acabaremos pillando el bicho. Y si la proporción de fallecidos se mantiene, cuando acabe la ronda de contagiados, los que tengan la suerte de contarlo no encontrarán un sitio libre donde enterrar a sus muertos.

Francisco Ajates

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Atrapados en Marruecos

Vaya por delante que para nada me gusta hacer gracia de las desgracias ajenas. Y ante todo, espero que la situación por la que están pasando los miles de españoles que esta semana se han visto atrapados en el país vecino, al otro lado del estrecho, a causa de la suspensión de vuelos con Europa, pase rápidamente y todo el mundo pueda regresar a su casa más pronto que tarde. Quizás no vuelvan con el recuerdo que esperaban del viaje a Marruecos, pero estoy seguro de que al menos lo harán convencidos de que las vacaciones habrán sido absolutamente inolvidables.
Ahora bien, más allá de todos aquellos que hoy están allí atrapados por pura obligación, y cuando digo obligación me refiero a temas de índole laboral o familiar, cuestiones que para muchos de ellos y muy a pesar suyo, seguro que eran totalmente ineludibles, ¿a quién coño se le ocurre salir de España con la que está cayendo? Y es que cuando los demás, sobre todo aquí en Asturias, aún estamos tratando de digerir gran parte de las medidas anticovid adoptadas para la Semana Santa, 3000 españoles deciden jugarse el pellejo, metafóricamente hablando, claro está, y cogen un avión para irse a pasear en dromedario por el desierto o a tomarse un té a Marrakech después de visitar su zoco. ¿En serio? ¿Acaso no se habían dado cuenta después de un año de pandemia de que moverse fuera de tu país por gusto es correr un riesgo totalmente innecesario? Igual es que se creían inmunes al virus, y pensaron que también lo eran a las medidas restrictivas. Pero no, no lo eran, y ahora están allí atrapados, sabe Dios por cuánto tiempo, pensando con tristeza en lo agustito que estarían en su casa muriéndose de risa de todos aquellos que ahora están allí muertos de asco, intentando buscar un transporte para regresar a su comunidad autónoma, lugar del que probablemente nunca deberían de haber salido. Algunos estarán incluso viviendo con el temor de que además de perder el tiempo, justo en este momento estén perdiendo su trabajo por no llegar precisamente a tiempo de reincorporarse cuando les toca.


Bueno, juegos de palabras aparte, hay que reconocer que ahora lo tienen bastante fastidiado, y de verdad espero que pronto el gobierno mande un avión a buscarlos, porque me da a mí que Marruecos no es un sitio en el que sobren las ayudas institucionales cuando las cosas se ponen chungas. Pero hablando de turismo, si tengo que compadecerme de alguien, además de las decenas de miles de almas que ya se ha llevado el maldito virus, prefiero hacerlo de las decenas de miles de personas que viven de la hostelería en Asturias y que llevan más de un año viendo dilapidada su estabilidad económica, desesperados muchas veces porque las ayudas prometidas no acaban de llegar, y el negocio por el que apostaron hace años, el lugar en el que pusieron todas sus esperanzas de futuro, el único sustento familiar para muchos de ellos, continúa cerrado a cal y canto, y más ahora que se ha cumplido un año desde el primer confinamiento. Además, imagino que para ellos tiene que ser complicadísimo digerir el hecho de que en otros sitios, algunos con peores índices de incidencia de la pandemia, se enorgullezcan de abrir sus puertas para que el resto vayan a visitarlos; no solo desde otras comunidades, sino también desde otros países, atraídos estos últimos por el reclamo de la barra libre social en tiempos de crisis sanitaria.
Y es que de verdad entiendo que para el dueño de una casa rural en cualquier pueblo asturiano, cueste asimilar por qué estos días en Asturias alguien puede ponerse a hacer cola para cruzar la Senda del Oso en Proaza, o en la playa del Silencio en Cudillero para hacerse un selfie con el Cantábrico de fondo, pero no pueda irse a dormir con su familia, con la misma que convive todo el año, a un hospedaje en Taramundi, por ejemplo. Con lo sencillo que sería para sus dueños algo tan simple como pedir el DNI a todos y cada uno de los huéspedes para cerciorarse de que vienen de la misma casa. Es más, el dueño de ese hotelito, estará ahora mismo asomado en la ventana, viendo con incredulidad las terrazas de los restaurantes de la villa abarrotadas por cientos de asturianos que no se han resistido a quedarse en casa estos días. Cientos de asturianos que más tarde cogerán el coche, algunos quizás más cargados de la cuenta, para dormir en su propia casa cuando hubiese sido mejor que lo hubiesen hecho en ese alojamiento, no quepa duda que cumpliendo con rigurosidad con todas las medidas sanitarias, y así al menos esos hosteleros podrían haber remontado un poco el vuelo después de llevar arrastrándose por el suelo desde marzo del año pasado.


El mensaje está claro. Es mejor salvar vidas que salvar las vacaciones. Yo soy el primero que me sumo a eso, y creo que fue un error enorme tratar de mirar para otro lado durante las pasadas Navidades. Pero aun siendo consciente de lo difícil que es lidiar con esta situación, creo que a veces es peor tomar decisiones a medias. Si abrimos los bares, ¿por qué cerramos a las ocho y dejamos que la clientela se amontone un metro más allá de la terraza en la que minutos antes estaba sentada guardando la distancia pertinente? Si dejamos que un asturiano se desplace a un pueblo a comer una paella, ¿por qué no permitimos que se quede a pasar la noche allí con su familia, controlando que es la misma con la que duerme a diario, y así dejamos que algunos hosteleros levanten la cabeza?
Supongo que todo se basa en limitar la movilidad, con el objetivo último de limitar los contagios. Pero repito, entiendo que para algunos, los que están sufriendo esta pandemia desde otro punto de vista, muchas de estas medidas tomadas a medias no tengan ni pies ni cabeza. Para todos estos, y no para los que se han quedado atrapados en Marruecos por pensar en vacaciones, va este grito de ánimo y esperanza. Tenéis que aguantar un poco para que en unos meses, cuando por fin se acabe esta mierda, podáis volver a recibirnos al resto con los brazos abiertos como siempre habéis hecho. Preparad vuestros hoteles, vuestras casas rurales, vuestros comedores… Las ganas de disfrutar fuera de casa son tantas, que reservar una habitación se volverá casi una hazaña, y veréis cómo en poco tiempo recuperamos lo perdido y hacemos que este mal trago se convierta en un triste recuerdo. Ya casi estamos ahí, solo falta un último esfuerzo, porque a este virus apenas le queda el último aliento.

Francisco Ajates

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Política o farándula.

Al final, con lo que ha ocurrido esta semana en el universo político, hemos logrado darle la vuelta a este país. Lo hemos girado tanto sobre sí mismo, que dos mundos otrora completamente antagónicos, han coincidido estos días en luchar por el protagonismo informativo, y uno y el otro se han mezclado hasta el punto de hacerlos prácticamente indistinguibles.

Y es que el terremoto político con epicentro en Murcia ha sido de tal envergadura, que las ondas de este seísmo de despropósitos han terminado por sacudir a todo el estamento político hasta el punto de que todavía hoy, después de varios días, no sabemos cuáles serán los edificios que acaben derrumbándose sobre sus propios cimientos. Sobre todo teniendo en cuenta que alguno de estos edificios ya llevaba tiempo tambaleándose, en gran medida por no ser capaces sus arquitectos de mantener un criterio sólido sobre el que apoyar toda la estructura.

Y lo peor de todo, algo a lo que ya estamos acostumbrados en España, es que cuando las cosas se ponen feas, nuestros gobernantes son los primeros en tirarse al barro a repartir leches dialécticas, muchas veces pretendiendo camuflar los mamporros entre términos de una magnitud tan grande que solo por utilizarlos tan a la ligera debería de caerles la cara al suelo de pura vergüenza. ¿Cuándo se van a dar cuenta todos estos de que el discurso de la confrontación ya no convence a nadie, por mucho que lo llenen con demagogia?

La cuestión, es que como siempre, ha hecho falta muy poco para que vuelva a saltar el muelle de la discordia, y coronavirus a parte, los noticiarios se han llenado una vez más de grandes salvadores de la patria sumándose al carro del oportunismo para tratar de pescar en río revuelto, quizás porque a día de hoy ninguno es capaz de formular un discurso constructivo, y basan sus estrategias en tirarle mierda al de al lado sin importar las consecuencias. Me da la sensación de que había mucha gente agazapada esperando pillar un motivo cualquiera para hacer saltar la banca, y eso es justo lo que ha ocurrido.

Y es que no hay quién pueda con ellos, la verdad. Entre todos estos que están arriba, han conseguido devaluar una profesión tan digna como la de político, y sin darse cuenta provocan en la población justo el efecto contrario de lo que pretenden, que es casi siempre rechazo. Algo que me entristece una barbaridad, en sobremanera por la cantidad de gente que se dedica a esto por pura vocación, muchas veces casi sin recompensa ni protagonismo, y con el único objetivo de ayudar al vecino, sea del color que sea el partido al que pertenece. Eso sí es política y no lo que hacen todos estos gurús que ofrecen la salvación divina por un puñado de votos.

En España hoy, cuando se habla de alta política, el concepto de “todo vale” está un tanto distorsionado, y creo que eso es un error enorme del que va siendo hora que alguien se dé cuenta. Veréis como cuando lo haga, cuando aparezca alguno o alguna con más cabeza que corazón, con más moderación que espíritu combativo, se va a llevar de calle unas elecciones, y si no al tiempo. La diversidad de ideas es fantástica, es una prueba irrefutable de madurez democrática. Pero mientras que los que representan estas ideas no sean capaces de llegar a acuerdos, de tratarse con un mínimo de respeto, lo único que vamos a lograr con tanta disputa política es empujar al país a un estado de zozobra perpetuo del que no vamos a ser capaces de salir por nuestra cuenta; de seguir así, cada vez tendrán más peso en las elecciones, más del que ya tienen, los votos del descontento, y esos son precisamente los que no suelen llamar a las puertas del progreso.

Mientras tanto esto no suceda, seguirá pasando lo que ha ocurrido esta semana, y es que viendo la televisión o leyendo los periódicos, no he sido capaz de distinguir el discurso de Gabilondo hablando del Socialcomunismo del de Kiko Matamoros en Sálvame opinando sobre el nuevo documental de Rociito. Y es que al final, hemos conseguido retorcer tanto este país, que la política se ha convertido en farándula. Pero farándula de la más casposa.

Francisco Ajates

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PROCESIONES SÍ, PERO HACIA LA ESPERANZA

Ya llevamos casi un año nadando entre el miedo y el pesimismo, y ahora que por fin se ve la luz al final del túnel, no debemos hacerlo en la imprudencia.
Durante estos doce meses hemos vivido de todo. Cosas que jamás hubiésemos pensado que podrían llegar a suceder se han vuelto cotidianas, como por ejemplo, ver a matemáticos metidos a adivinos, convirtiendo a los infectados en puntos de una gráfica de pronóstico, y dando consejos sobre medicina como si fuesen verdaderos expertos sanitarios, cuando de médicos tienen tanto como de videntes, que es más bien poco. De verdad que de toda esta situación tan triste, algo que hace tiempo que me molesta y que ya más veces he dicho, es que parece que a fuerza de darle credibilidad a estos gurús de la estadística, nos hemos acostumbrado a valorar la gravedad de la situación en función de una gráfica predictiva, y basamos nuestra esperanza de salir de este mal trago en el resultado de una ecuación que se despeja contando muertos, como si detrás de cada número pronosticado no estuviese el rostro de una persona abandonando este mundo cuando aún no le toca.
Ahora bien, siendo objetivos, los enfermos ya son tantos, al igual que los fallecidos, que no nos queda más remedio que contarlos por millares. Y cuando esto sucede, es la propia realidad la que alimenta los gráficos de tendencia, y aparecen las malditas olas de infectados, de las que ya llevamos tres, las dos últimas avivadas por la imprudencia. Y justo ahora cuando aún no nos hemos repuesto de las consecuencias del último maremoto, cuando aún podemos ver en la orilla los restos de espuma de la última de estas olas, la que hemos levantado celebrando la pasada Navidad como si fuese la última, y sí, ha sido la última para muchos, por muy triste que suene, llega la Semana Santa, y hala, otra vez a discutir si es o no conveniente relajarnos para ir de vacaciones. Pero bueno, ¿es que no vamos a escarmentar nunca? ¿No nos hemos cansado ya de ver cómo los ancianos terminan surfeando en estas olas de muertos compartiendo tabla con el mismísimo Lucifer? ¿Cuál es la penitencia que estamos dispuestos a pagar como sociedad, una vez más?

Sé que estamos agotados, que esto ya se está haciendo demasiado largo. Que ya hemos pasado tanto tiempo encerrados, que nos acordamos de lo que hacíamos antes con nostalgia, como si se tratase de un pasado muy lejano, algo casi irreal e inalcanzable. Pero ahora que llevamos casi un año remando, con la vacuna a la vuelta de la esquina, no podemos dejar que haya gente que se muera ahogada en la orilla por culpa de una cuarta ola que sin duda va a llegar si no le ponemos remedio antes. Las medidas tienen que ser preventivas, y no paliativas, porque su eficacia se basa en evitar precisamente que nos contagiemos. Una vez que tenemos el bicho dentro, quizás ya sea tarde para muchos.
Está bien, vale que no podremos salir del Principado, pero, ¿qué problema tenemos los asturianos para disfrutar del descanso en Semana Santa, si vivimos rodeados de tanta maravilla? Será por sitios bonitos en Asturias en los que pasar un día de fiesta, y hacerlo con la esperanza real de que si ponemos de nuestra parte, si hacemos un último esfuerzo, puede que en muy poco tiempo y ayudados por la vacuna, empecemos de verdad a recuperar este verano todo lo que el condenado virus nos ha robado.
Seamos inteligentes, y pongámonos en la piel de este colectivo tan machacado que son los hosteleros. No nos engañemos a nosotros mismos usándolos a ellos como excusa para salvar ahora una Semana Santa que ya fastidiamos el pasado mes de diciembre, y tratemos de ser prudentes para que de verdad puedan empezar a asomar la cabeza este próximo verano. Porque quizás no se mueran a causa de la enfermedad, pero como esto no cambie un poco, alguno lo va a hacer de hambre.
Además, si hay alguna cosa que celebrar estas próximas fiestas, que sea que de una vez por todas los gobernantes en este país parece que se van a poner de acuerdo en algo, aunque ese algo sea tan duro como seguir manteniendo las fronteras de las comunidades cerradas a cal y canto. ¿Será que por fin está cambiando algo en la política de este país? ¿Será que el virus va a lograr lo que hasta ahora no ha logrado la cordura democrática?
Sea como fuere, si hacemos este último esfuerzo y conseguimos con las medidas mejorar de cara al verano, quizás justo después, en septiembre por ejemplo, hasta el bueno de Isaac Molina logre una vez más juntarnos a todos al calor de un salón de actos para contarnos una nueva aventura.

Francisco Ajates

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La libertad de expresión no se defiende con violencia.

No podemos dejar que el descontento nos lleve a defender ideales equivocados.

Seguramente el señor Pablo Hásel es un genio de las rimas, no voy a ser yo quien ponga en duda su capacidad artística. Y admito, que aunque alguna vez me he acercado a sus letras solo por la curiosidad de ver de qué trataban, siempre me he visto atrapado con un extraño magnetismo hasta el último segundo de cada canción de las que he escuchado.
Pero más allá de reconocer que quizás sea un buen rapero, me niego a nombrar a este fulano pendenciero como abanderado de la libertad de expresión en este país; como tampoco a los que abarrotan las calles repartiendo madera al grito de que están cansados de vivir en un país tirano y opresor. Todo, cuando ninguno de ellos, como tampoco yo gracias a Dios, saben lo que es vivir bajo el yugo de una tiranía; una de las de verdad, y no la del despertador que te obliga a salir de la cama e ir al trabajo a ganar un sueldo con el que pagar la hipoteca. Seguramente una prueba de que están viviendo en un país con libertad, es que después de salir en tropel cada noche a destrozar el mobiliario urbano, el que todos pagamos con nuestros impuestos —también los padres de muchos de ellos—, regresan a su casa tan tranquilos, a presumir de las hazañas en un grupo de WhatsApp sin asumir ninguna consecuencia por sus actos.
La libertad de expresión es un derecho fundamental al que no podemos renunciar, pero cuidado, porque a veces para algunos, la libertad de expresión y la agresión verbal se mueven a los lados de una línea muy fina. Y este rapero de moda al que muchos defienden como si se tratase del mismísimo Mahatma Gandhi, adornando sus letras con mensajes demagogos a los que cualquiera puede sumarse sin falta de hacer un esfuerzo muy grande de solidaridad, ha dejado perlas del tipo que sigue, por si alguno no las conoce:
«Merece que explote el coche de Patxi López.
No me da pena tu tiro en la nuca, pepero.
No me da pena tu tiro en la nuca, socialisto.
Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono.
Mi hermano entra en la sede del PP gritando ¡Gora ETA! A mí no me venden el cuento de quiénes son los malos, solo pienso en matarlos.
¿50 policías heridos? Estos mercenarios de mierda se muerden la lengua pegando hostias y dicen que están heridos… »

Y no sigo, porque cada frase que leo aunque rime con estilo en el cuerpo de una canción, me revuelve las tripas, y deja de ser arte y se convierte en agresión desde el momento en el que aboga por que una persona, la que sea, acabe con un tiro en la nuca; o porque alguien al que considera su hermano entre en un lugar enalteciendo una de las peores lacras a las que ha tenido que enfrentarse este país no hace tantos años, como fue el terrorismo de ETA. ¿Cuál es la diferencia de estas letras a otras que hablaran de: «pegarle un tiro a tu mujer por mirarle a los ojos al vecino», o que dijeran algo así como «muerte al inmigrante que nos viene a quitar el trabajo»? ¿Alguien tendría dudas de que esas frases serían dignas de sentar al que las pronunciara delante de un juez por incitar a la violencia? Yo no, vamos, porque cualquiera de estas dos, al igual que las anteriores, me parecen repulsivas, y creo que provocan justo lo que está ocurriendo ahora, que cientos de personas salgan a repartir hostias pensando que en eso consiste la libertad de expresión.
No voy a negar que hay mucho que cambiar en España. Y en este caso, aunque sea darle un poco la razón a este tipo al que se le llena la boca apaleando policías, a estas alturas cuesta creer que en un país como este que se tilda de moderno siga habiendo en el código penal un delito que se llama “Injurias a la corona”, independientemente de la estima que le tengamos o no a la institución que representa. Lo que ocurre, es que el hecho de que haya leyes que no nos gusten a todos, es una muestra más de que aquí vivimos en un país libre, y aunque no queramos reconocerlo, estas leyes las formulan los que entre todos hemos puesto al frente haciendo uso del mayor derecho de expresión que existe, que es el de ir a votar con plena libertad de elección cada cuatro años.


Esto no quiere decir que si algo no nos gusta no lo digamos. Tenemos que gritar a los cuatro vientos cualquier injusticia de la que seamos testigos. Hacer uso siempre de nuestro derecho de libertad de expresión, pero nunca, nunca, pensar que la violencia, verbal o física, es una expresión de libertad, sino justo lo contrario. Y los que la practican, o los que la defienden, son los máximos exponentes de un sistema opresor y tirano, aunque sea precisamente de lo que se quejen.
El fascismo tiene muchas caras, y no todas peinan un bigote.

Francisco Ajates

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AHORA NO PODEMOS RENDIRNOS

Estamos empezando a vivir sin esperanza y eso es un claro signo de derrota.

Llevamos tanto tiempo sufriendo esta pandemia, que me da la sensación de que ha llegado a calar entre nosotros la imagen del desaliento. Y el resultado de este sentimiento de desesperanza es que, antes de que nos lleguemos a vacunar contra el virus, vamos a terminar inmunizados contra sus efectos. Y no hablo de los efectos que la enfermedad causa en el organismo de las personas, sino de aquellos que sufrimos como individuos en el seno de la sociedad en la que estamos viviendo. Tengo la impresión de que con el tiempo, poco a poco se ha ido construyendo una coraza alrededor de cada uno de nosotros, que aunque no evita que el virus nos alcance, sí que ha logrado que veamos sus consecuencias como algo anecdótico, triste pero casual, como el simple resultado de un sorteo que a nosotros nunca nos toca, igual que tampoco lo hace el de la Lotería de Navidad el 22 de diciembre de cada año.

Es más, a fuerza de ver una y otra vez los cansinos telediarios, estoy convencido de que hemos aprendido a mirar los datos epidemiológicos con ojos de estadista, como simples números que se suceden y a los que hay que buscarles un significado, y lo que es peor, una tendencia matemática. Algo en lo que no debemos caer, porque entonces olvidaremos que detrás de cada número que engorda los índices de esta enfermedad, hay una persona nueva que se contagia con el virus, uno más que ingresa en un hospital, alguien que termina sedado e intubado en una UCI, o lo que es infinitamente peor, un padre, o una madre, o un hermano, o un amigo, o un hijo, que se muere.

Y me da mucha pena reconocerlo, pero cada vez percibo con más claridad este desánimo por aburrimiento en la gente que me rodea. Cada vez creo que estamos más cerca de darnos por vencidos, cuando ya casi hemos ganado la guerra. Y entre los que parece que todo les da igual, aquellos que de insensibles han pasado a crueles y organizan fiestas multitudinarias para reírse de los que se mueren, estamos empezando a caminar los demás, pensando que esto no tiene arreglo, y que por mucho que hagamos al final terminaremos por contagiarnos del virus; algo así como «sálvese quien pueda». Tal vez pensemos por error que lo peor que nos puede suceder es tirarnos en cama un par de semanas, precisamente viendo en la pantalla cómo son otros los que engordan las listas de fallecidos. No nos equivoquemos, este virus no discrimina, y si te alcanza, será solo una cuestión de suerte el que no termines intubado rogándole a una enfermera, quizás la última persona a la que veas justo antes de que te seden, que por favor, en cuanto mejores un poco te despierte, que tus hijos esperan que regreses a casa y sigas cuidando de ellos como has hecho hasta ahora.

Tenemos que ser fuertes. Tenemos que seguir luchando. Tenemos que salir a la calle mirando hacia el frente con la cabeza bien alta, pero conscientes de que todavía estamos librando una batalla muy dura, una que aún dejará gente por el camino a poco que nos volvamos laxos con las medidas. Porque si empezamos a rendirnos, o a relajarnos por exceso de confianza, habrá muchos que no logren superarlo; y no os quepa la menor duda de que detrás de cada uno de los que se vaya, un montón más sufrirán su pérdida. Los que se han muerto no son solo un número, como tampoco son una tendencia los que se van a morir mañana, o los que lo están haciendo ahora mientras tú estás leyendo estas líneas.

Justo cuando ya se empieza a ver el final de este túnel tan negro, no podemos rendirnos. Ya falta poco, y aunque nosotros no podamos evitar que el virus mate a una persona contagiada, no dejemos que sea el desánimo quien lo haga. Pensad que por mucho que cueste quedarse en casa, por mucho que fastidie llevar puesta una maldita mascarilla durante todo el día, por más que te duela no poder salir a tomar unas cervezas con los amigos un viernes por la tarde, con que con tus actos se logre salvar una vida, una sola de los cientos que se apagan como velas fatigadas a diario, el esfuerzo habrá valido la pena.

Francisco Ajates

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El Gran Hermano de los concejos del Principado

Probablemente la de gobernante sea la profesión más difícil de este mundo, eso no lo voy a discutir, aunque permitidme que deje un pequeño resquicio para la duda, pero con total seguridad puedo admitir que en una situación como esta que nos trae de cabeza, con una pandemia mundial amenazando con exterminar la vida humana, si no del todo sí al menos como la veníamos conociendo hasta el momento, la complejidad de cada una de las decisiones que tienen que adoptar los gobernantes debe de ser de dimensiones legendarias.
Porque reconozcámoslo, hagan lo que hagan, nunca llueve a gusto de todos y claro, en medio de esta absurda disparidad de criterios que la mayoría de las veces no tienen que ver tanto con la salud como sí con decisiones partidistas, nos ha pillado la tercera ola de infectados. Una ola que ya veíamos venir desde lejos, como también vieron los meteorólogos a la famosa Filomena, y que pensamos que iba a pasar de largo sin romper en nuestra orilla. Y eso que ya sabemos de sobra los que vivimos en la costa que las olas, en cuanto tocan tierra si no antes, estallan y lo envuelven todo en su espuma blanquecina, sin importarles lo más mínimo que las chanclas olvidadas en la arena sean las del mismísimo Papá Noel. Quisimos nadar y guardar la ropa, y ahora nos toca poner a secar los calcetines mojados.
Lo que no contábamos aquí en Asturias es que, durante el mes de enero, íbamos a volvernos locos intentando desgranar este complejo galimatías al que nos han abocado los que mandan en la comunidad, seguramente porque es lo poco que pueden hacer para aparentar que tienen la situación controlada, cuando lo único que les queda es cerrar los ojos y confiar en el sentido común de los ciudadanos, que en muchos casos, admitámoslo, no es el más común de los sentidos. Y es que nos hemos levantado esta semana con un maremagno de medidas que no hay Dios quién entienda, y mucho menos quién sea capaz de acatar. O bien nos leemos todas las mañanas, y lo hacemos con ojo crítico y analista, la publicación del BOPA más reciente, o nos arriesgamos a que nos multe cualquier policía municipal que nos pille incumpliendo alguna norma de las decretadas a última hora del día anterior, sin ni siquiera saber que lo estamos haciendo mal.


De hecho, algo nuevo que no conocíamos hasta ahora y que me ha hecho mucha gracia ver cómo se volvía tema de discusión en las redes sociales es que, víctimas de este gigante bisturí sanitario del que hablan, los concejos del Principado han entrado a formar parte de un concurso parecido al que llevamos años sufriendo en la televisión, bailando cada día con el riesgo de ser nominados y por ende, confinados sus ciudadanos a vivir encerrados entre las fronteras que los definen como ayuntamiento a poco que los índices de infectados aumenten, como lo hacen en el concurso los votos de los espectadores. Es de locos, imaginarse al presidente de la comunidad autónoma con peluca rubia detrás de un púlpito y frente a una cámara, leyendo en tono autoritario cada noche en prime time los resultados de las votaciones después del recuento sanitario: Oviedo, estás nominado; Castrillón, estás nominado; Avilés, estás nominado… ¿Qué va a ser lo próximo? Veréis cómo de seguir así, alguno de estos concejos —Grado por ejemplo, que está ganando en las votaciones, así que sus habitantes mejor que se anden con cuidado— termina por ser expulsado, y a ver cómo hacemos el resto cuando tengamos que pasar por alguna de sus carreteras, y nos encontremos con un agujero en el terreno del tamaño que tiene el municipio.
Ahora bien, aunque suene a chiste no debemos descuidarnos, porque en cualquier momento a alguien se lo ocurre darle una vuelta de tuerca a esto de las competencias, e imaginad qué pasaría si en lugar de ser las comunidades autónomas las que reclamen potestad para legislar en tiempos de crisis, son los alcaldes de estos municipios nominados los que se vuelven paladines de la eficacia sanitaria, y comienzan a pelear por tomar ellos las riendas de la situación en sus propios concejos. Solo de pensarlo se me ponen los pelos como escarpias. ¿Pensáis cómo sería vivir en un municipio en el que para ir a comprar al Mercadona, dos calles más abajo que la tuya, tuvieseis que pedirle un salvoconducto al presidente de la comunidad de vecinos de vuestro edificio, explicándole claramente que, «o compras de una maldita vez el café, o si no vas a dejar de levantarte de la cama por las mañanas?» Pues si nos despistamos, eso va a ser lo que nos quede de aquí hasta el final de la pandemia.


Vale, bromas aparte, repito que gobernar en esta situación tiene que ser complicadísimo y tenemos que tener paciencia, porque si además lo tienes que hacer intentando contentarnos a todos, y sobre todo siguiendo una estrategia política que insisto, muchas veces no tiene que ver con criterios sanitarios y sí con no perder votos en las próximas elecciones, pues incluso aún más difícil. Así que para salir de esta, lo único que nos queda es mirarnos al ombligo y hacer un último esfuerzo por extremar las precauciones, si no por nosotros, sí por nuestros mayores que aún se siguen muriendo cuando les metemos en casa el maldito virus, y que lo seguirán haciendo hasta que logremos vacunarlos a todos.
Lo dicho, un esfuerzo más y en unos meses esta pesadilla habrá pasado. Estoy seguro.

Francisco Ajates

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Yo sí me vacuno

No me puedo creer que a estas alturas de la película todavía haya gente que aún duda de si hay o no que vacunarse.

Yo creo por encima de todas las cosas en el derecho individual de las personas, pero hay una frase del filósofo y escritor Jean-Paul Sartre que se me ha quedado grabada en la cabeza desde que la escuché por primera vez cuando era pequeñito: «La libertad de una persona termina donde empieza la de los demás», y para mí, que desde siempre estas palabras han sido poco más que un dogma de fe, no me queda ninguna duda de que el no acudir a la cita con la jeringa cuando nos toque, es casi como apuñalar en el corazón el derecho de los demás a seguir viviendo. Siento si a alguien esta afirmación le ofende, y reconozco que la frase es muy dura, al igual que también sé que el miedo a lo desconocido es libre. Quizás, el hecho de que esta vacuna haya llegado mucho antes de lo que viene siendo habitual para este tipo de medicamentos, incluso a alguien le pueda parecer abrumador, sobre todo teniendo en cuenta el beneficio económico que hay detrás de aquellos que se han apuntado el tanto de ser los primeros en fabricarla. Pero no nos engañemos. Eso ocurre con este y con cualquier otro medicamento, y como ya he dicho otras veces, en la virtud que hemos tenido como especie para globalizar el mundo está nuestra pena, y ese es el precio que tenemos que pagar por el perdón de nuestros pecados. Nadie nos va a regalar nada, salvo esta dichosa enfermedad que nos ha caído en gracia. Además, pensándolo con frialdad, si el interés económico no fuese tal, tened por descontado que esta vacuna, como la gran mayoría que son fundamentales para salvar vidas en el tercer mundo, no llegaría aquí hasta bien terminada esta década que acaba de comenzar.

Un caso distinto lo constituyen aquellos que no quieren esta vacuna como tampoco quieren otras. Quizás eso es más una filosofía de vida, y en nuestra época, luchar contra la tosferina, la polio, el sarampión, la rubeola, la hepatitis A o el tétano, por ejemplo, sí que se trata de una opción individual de las personas, y ahora es fácil elegir cualquiera de los dos bandos. Pero si echamos la vista atrás y miramos lo que ocurría por ejemplo a primeros del siglo XX, a ver quién era el valiente que no se vacunaba del sarampión si la vacuna existiera entonces, cuando sabemos pasado el tiempo que la enfermedad terminaría matando con los años a más de 200 millones de personas, mientras que ahora la incidencia en un país como el nuestro y desde que hay vacuna es prácticamente nula. Y digo prácticamente, porque en los últimos tiempos, esto de negarse a las vacunas parece que se está poniendo de moda, y si nos descuidamos vamos a ver cómo el puñado de casos que poco a poco ha ido en aumento durante estos últimos años, al final termina convirtiéndose de nuevo en un problema. Un problema que ya teníamos solucionado. Como todos los que con los años ha ido solucionando la medicina moderna para hacer que la esperanza de vida en España, sin ir más lejos, haya pasado de los 60 a más de los 80 en apenas cincuenta años.

Un tema aparte en esto de la Covid es la gestión desastrosa de la vacunación. Una vez más, aunque en esta ocasión no solo ha ocurrido en España, puede que incluso haya sido peor en alguno de los grandes países de nuestro entorno, después de estar implorando la vacuna durante todo este año, cuando por fin ha llegado no hemos sabido qué hacer con ella. Pero a ver, ¿esta gente que llevaba tiempo discutiendo por el número de dosis que les iba a tocar, acaso no sabían que por pocas que fuera, alguna neverita de estas llenas de frascos terminaría llegando a sus centros? ¿Para qué narices las querían entonces tan pronto? Es de traca. Todavía no me explico cómo es posible que después de tantos meses sabiendo que esto iba a ocurrir, es decir, que tarde o temprano habría un puñado de dosis a disposición para empezar a inmunizar a la población, no hubiese un ejército de sanitarios armados con jeringuillas para inyectarlas a los pacientes en cuanto estos se pusiesen a tiro. Y es que lo más normal, sería estar esperando ansiosamente por dosis nuevas, en lugar de guardar las que llegaron esperando que la situación se vuelva propicia. ¿Acaso hay tiempo que perder? En fin…

De cualquiera de las maneras, yo en cuanto pueda, vaya si me vacuno. Estoy muy cansado de esta enfermedad, y tengo clarísimo que hay que luchar contra ella con todas las armas que tengamos a nuestra disposición. Y sin duda, la medicina moderna es la mejor de nuestras aliadas, aunque detrás de cada pandemia siempre haya alguien que se enriquezca. Como ya dije antes, esa es precisamente nuestra penitencia.

Francisco Ajates

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Mi ANTILISTA de deseos para el 2021

Entrevista de José Manuel Echever en Radio Asturias, en el programa Hoy por Hoy Asturias, el día 01 de enero de 2021 (Podcast del programa completo)


No estaba seguro de cerrar el año publicando un nuevo artículo, porque lo normal a estas alturas sería escribir algo parecido a una lista de deseos para el próximo, o de propuestas a modo de retos personales con los que al final del veintiuno martirizarme por todo aquello que no pude conseguir durante los doce meses precedentes. Y es que siendo realistas, este año que dejamos ha sido tan horrible, que no me atrevo a pronosticar cómo será el que comienza en unos pocos días. Sin embargo, esta semana escuchando una tarde la radio como suelo hacer por costumbre casi a diario, me encontré con una entrevista que le hacían a Elvira Lindo, una escritora a la que admiro no solo por su trayectoria literaria, que entre otras cosas ha dado a conocer al bueno de Manolito Gafotas, sino también porque creo que es una de estas personas que siempre ha defendido sus ideales sin ofender a nadie, y eso, en estos días, es algo difícil de encontrar en cualquier personaje público. En esa entrevista, el presentador le preguntaba por aquellas cosas que han sucedido durante estos doce meses que dejamos y que no le gustaría ver repetidas durante el próximo año.

La cuestión es que al momento, escuchando no las respuestas que ella daba sino solo la pregunta, se me vino repentinamente a la cabeza la idea de escribir algo así como LA ANTILISTA. Es decir, en lugar de perder el tiempo elaborando un inventario de deseos para el 2021, conformarme con pedir que algunas cosas con las que hemos vivido este año que dejamos y también los anteriores, desaparezcan de nuestras vidas para siempre, como seguramente hará el virus este con el que llevamos peleando desde marzo. Incluso, pensando en hacer pública esta ANTILISTA, invitaros a todos los que os atreváis a leerla a que tratéis de añadir vuestras propuestas para completarla, a ver si entre todos logramos que alguno de sus puntos se borre aunque solo sea por pura insistencia.

Aquí os dejo cinco reflexiones con las que he pensado comenzar esta ANTILISTA. No sé si el orden de importancia es justo en el que aparecen, aunque a decir verdad es lo mismo, y con que estén ahí a mí me vale.

  1. No quiero volver a ver los hospitales abarrotados nunca más, sin capacidad para atender a los enfermos que les lleguen.

Fijaros que no pido que el virus desaparezca. Por descontado que quiero que este bicho del demonio se borre de la faz de la tierra. Pero lo que de verdad me gustaría, es que la Sanidad española estuviese preparada para afrontar lo que le venga, no solo ahora de manera inmediata, sino también en un futuro cuando La Covid desaparezca y nos lleguen otras amenazas en forma de dolencias médicas, que estoy seguro de que llegarán, por mucho que no queramos ni imaginarlo. Somos una especie débil y a las pruebas me remito. En nuestra capacidad para globalizar el mundo está nuestra pena, y a poco que en algún punto del planeta haya alguien al que se lo ocurra comerse otro gusarapo contaminado con algún tipo de bacteria, ya la habremos vuelto a liar. Así que debemos de gritar alto y claro que con la Sanidad no se juega. Defendamos esto de lo que tanto presumimos en España para hacer que sea un estamento blindado, algo que a ningún gobierno de los que venga se le ocurra meter mano si no es para fortalecerlo.

 

  1. No quiero que los patriotismos exacerbados sean los que ondeen las banderas.

En los últimos tiempos, parece que nos hemos acostumbrado a ver cómo en cada rincón del país sale un grupo abriéndole la cabeza al vecino con el mástil de su bandera. Y a mí, que adoro la tierrina hasta el punto de que cuando me alejo de ella noto como se me secan hasta las venas, me joden una barbaridad los nacionalismos encolerizados, sean del color que sean. ¿Es que no os dais cuenta de que todos venimos del mismo mono? ¿O pensáis que hace trescientos mil años, el primer homo que vivió en la tierra llevaba una barretina en la cabeza? Defendamos lo nuestro a muerte, hagamos que nuestra manera particular de ver el mundo que nos rodea no se pierda, y tratemos de que nuestros hijos se sientan orgullosos de su patria y de su bandera. Pero por favor, no cometamos el error de pensar que el resto es una mierda. No despreciemos a nadie porque no piense de la misma manera que nosotros, y no hagamos que las fronteras culturales se conviertan en muros imposibles de franquear; o tratemos de asfixiar con la tela de una única bandera la riqueza cultural que atesora un país tan vivo como el nuestro. Intentemos ser uno solo pero cada cual a su manera.

  1. No quiero que ninguna mujer más se vuelva a morir a manos de su pareja.

Este año ya van 42, el pasado 55, el anterior 51, hace tres 50. Está claro que cualquier muerte con violencia es una mierda. Que hagamos lo que hagamos, siempre habrá seres despreciables, del género que sea, que se creen con la legitimidad suficiente como para arrancarle la vida a otra persona. Pero me duele tanto pensar que en este país en el que vivimos aún sigue habiendo medio centenar de mujeres cada año que acaban siendo víctimas del hombre que se supone que les quiere… No, no vale eso de que hay amores que matan, porque matarte es precisamente lo último que te puede hacer alguien que te ama. Y el que lo hace, no es más que un cobarde incapaz de asumir que la vida pasa, alguien con tanto miedo a la soledad, que prefiere pagar su frustración matando a un ser querido antes que afrontar la realidad. Ya está bien de mirar para otro lado cuando nuestro vecino presume de sacar la mano a pasear, o cuando una mujer que conocemos se aferra a eso de que «él antes era muy bueno», porque después de un gesto de desprecio siempre acaba llegando algo mucho peor.

  1. No quiero que los políticos de este país sigan en guerra, enarbolando discursos populistas con la única intención de ganar un puñado de votos.

Ya lo he escrito un montón de veces, pero de verdad que estoy agotado de sentir vergüenza cuando miro hacia las máximas figuras políticas de este país, y veo como se tiran los trastos a la cabeza pensando que así, estirando una cuerda cada vez más tensa, van a ser capaces de que todos aquellos que no miramos hacia la política con gafas polarizadas, acabemos cayendo hacia un lado o hacia el otro y les demos el gusto de calentar una silla durante al menos cuatro años, cobrando sueldos inalcanzables para la mayoría de los españoles, muchas veces por hacer que este país no salga nunca de la miseria ideológica del pasado. A ver cuando estos que gritan al de al lado, siempre parapetados detrás de una coraza de colores con el objetivo de no acabar malheridos, se atreven a salir de las trincheras para hacer políticas constructivas en lugar de dinamitar cualquier idea buena solamente porque se le ocurra al del bando contrario. Señores, esto no va de pandillas barriobajeras y las guerras, aunque se ganen, solo traen inmovilismo, y lo que a nosotros nos hace falta es justo lo contrario. Progreso, pero del bueno, del que trae bienestar, salud y trabajo.

  1. No quiero que nuestras mentes más brillantes se larguen del país porque aquí no les damos trabajo.

No quería cerrar esta lista sin acordarme de esta cantidad ingente de jóvenes que acaban sus estudios cum laude en las universidades de nuestro país, y que tienen que largarse porque aquí, y desde hace años, la ciencia ha pasado a un segundo plano, y preferimos pagarle más a un tipo por meter goles que a un físico por enviar un satélite al espacio. Me da mucha pena pensar que hay cientos de españoles repartidos por el mundo, haciendo crecer otras naciones mientras sus gobernantes se frotan las manos, cuando aquí nos conformamos con mirarlos orgullosos cuando salen en la prensa firmando algún logro en su campo. ¿Cuánto hace que España no tiene un Premio Nobel? Pues hala, a seguir aplaudiendo los goles.

Si habéis llegado hasta aquí leyendo, quizás estéis de acuerdo conmigo en que este año es mejor pensar en borrar lo malo del pasado. En hacer bueno el que venga solo con evitar cometer siempre los mismos fallos. Si es así, un poquito más abajo tenéis un campo vacío para añadir un punto más a la lista. Con uno basta. A ver hasta dónde llegamos.

Feliz año 2021 para todos.

Francisco Ajates.

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Nos hemos ganado el derecho a ser felices estas Navidades

Hoy me he sentado al teclado un poco sentimentalón, qué le vamos a hacer, serán las fechas.

Puede que llegados a este momento del año, después de lo que llevamos vivido durante todo el extraño 2020, y con la vista puesta en la vacuna que seguro llegará al alba del 2021 y con ella el perdón de todos nuestros pecados, me haya apetecido hacer una pequeña reflexión acerca de esta Navidad que casi sin darnos cuenta se nos ha echado encima. Una Navidad que, como no podía ser de otra manera en este país, está sirviendo para que una vez más nos tiremos los trastos a la cabeza. Parece que pase lo que pase, si no estamos discutiendo por algo no somos felices, y como precisamente la Navidad trata de eso, de ser felices, pues hala, a reñir un poco para que nadie se ponga triste. En fin…

En este caso, yo he preferido no pensar en las diferencias, ni en las que tenemos entre nosotros, ni en las que sin duda habrá con las Navidades de otros años. Porque si algo tengo claro, y así empezaba un post que publiqué en las redes hace solo un par de días, es que estas Navidades serán probablemente las más atípicas que viviremos. Así que no, no quiero pensar en si seremos seis, ocho o diez los que nos sentemos a la mesa; en si podré o no bajar a tomar algo después de las uvas en Nochevieja, o si por el contrario acabaré la fiesta en mi casa viendo a las Mamachicho en televisión, en alguno de estos programas que todos los años nos recuerdan lo rápido que pasa el tiempo; ni en si mis amigos que viven fuera podrán venir este año a cenar con sus padres en Nochebuena; o en el concierto de Año Nuevo, al que de manera casi ritual acudía con mi hija desde hace ya cinco años y probablemente este no podré hacerlo porque el aforo, si es que lo hay, será tan limitado que conseguir entradas se convertirá en poco menos que una utopía. Incluso los Reyes Magos el día 5 de enero se quedarán sin cabalgata porque según las estadísticas, y la edad que se les supone, son precisamente adultos de riesgo.

 

No, definitivamente no pienso perder un solo segundo en lamentarme. Y no lo voy a hacer porque, pase lo que pase durante estas tres próximas semanas, espero de verdad que no sean las últimas, y aunque suene a discurso barato más propio del guion de una película americana que trate de adultos descreídos, yo concibo el concepto de la Navidad como un sentimiento de afecto y no solo como un momento festivo, más ahora desde que tengo una hija que disfruta en estas fechas con cada segundo que pasa contemplando las luces del árbol en el salón, o colgando guirnaldas de colores en cada rincón de la casa. Y aunque estoy seguro de que no serán lo mismo sin toda nuestra gente al lado cantando villancicos en Nochebuena, y los que estén lo hagan con la mirada puesta en el reloj si es que tienen que regresar a casa antes del toque de queda, creedme si digo que todo eso es completamente secundario. Que no es motivo para dejar de arrancarle una sonrisa al final de este maldito año, como tampoco lo será para aquellos que no tienen una mesa a la que sentarse, o para los que la Navidad no pasa de ser una época en la que los demás nos empeñamos en recordarles lo triste de su existencia. O lo que es infinitamente peor, para todos los que este año han perdido la vida, ellos o alguno de sus familiares, a causa de la condenada pandemia. Nunca habrá dos Navidades iguales, y si estas nos parecen malas, pensad que siempre pueden ser peores. Yo mismo, sin ir más lejos, recuerdo una Nochevieja allá por el 2006 en la que comí las uvas con mi familia en una habitación de hospital, con alguien que, aunque nunca lo dijo, ya sabía que serían las últimas, al igual que lo sabíamos los cuatro que le acompañamos aquella noche. ¿Qué pensaría él ahora si nos viese quejándonos de lo que tenemos por delante estas próximas tres semanas?

Tenemos que hacernos el infinito favor de ser positivos. Primero, por este puñado de pequeñajos que están sufriendo la pandemia sin quejarse lo más mínimo. Ellos se merecen que hagamos el esfuerzo de disfrutar de lo que nos queda de año, aunque este sea un poco más complicado de lo que esperábamos cuando empezó hace doce meses. Y después, por nosotros mismos y por los que seguramente nos acompañen a partir del que viene cuando toda esta mierda pase y llegue a ser poco más que el recuerdo de una época nefasta en nuestra vida.

Además, si miramos hacia atrás con perspectiva, seguramente este que se acaba ahora sea el año que concluiremos con el grado de remordimiento más bajo de todos los que hemos vivido hasta el momento. ¿Acaso alguien se acuerda de las promesas que se hizo a principios del 2020? Está claro que para la gran mayoría de nosotros, acabar el año sin mayores consecuencias es un objetivo real a estas alturas, y seguro que a poco que no hagamos demasiado el cafre vamos a conseguirlo, así que ya veis, otro motivo más para estar contentos en estas fechas. Eso sí, tampoco se os ocurra hacer planes para el que viene. Es mejor que la dieta imposible o el gimnasio lo dejemos para otro momento en el que el panorama luzca más despejado, porque ya veis que hace falta un solo chasquido para que el presente cambie de manera repentina.

Ahora bien, como ya he dicho otras veces, en cuanto tengáis la oportunidad, no dudéis en invertir todo el tiempo que podáis en hacer precisamente eso que ahora no es posible, que no es otra cosa que vivir en compañía. Porque aunque este año debamos ser felices en Navidad como lo hemos sido siempre aunque lo hagamos en grupos reducidos, no se puede negar que en compañía de los que se quiere, la felicidad se multiplica.

Así que por ti, por ellos, por todos nosotros que nos lo merecemos, os quiero desear de todo corazón y por derecho, feliz Navidad y próspero año 2021.

Francisco Ajates

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La muerte de un ídolo

Es probable que Maradona a estas alturas de su vida ya no asombrase a nadie con su talento. Bueno, al menos con el futbolístico. Pero su muerte estos días me ha hecho recordar la cantidad ingente de personajes que ha abandonado este mundo antes de tiempo, cuando quizás estaban destinados a cambiarlo. De hecho, la gran mayoría de ellos, lograron dejar para la historia un granito de su genio, algo con lo que la humanidad seguirá eternamente recordando lo triste que fue su fallecimiento.
La lista es casi interminable.
Cantantes como Bob Marley, Camarón de la Isla o Elvis Presley, que lograron hacer que su propio carácter, algo que ellos hacían con pasmosa naturalidad, acabase convirtiéndose en un estilo musical que décadas después de su muerte sigue viendo nacer estrellas tratando de imitarlos; otro ejemplo asombroso es el que forman el fatídicamente conocido grupo de los 27: Jim Morrison, Amy Winehouse, Jimi Hendrix, Janis Joplin. ¿Os imagináis que hubiese sido de la música si Mozart o Schubert hubiesen llegado por lo menos a los 40? ¿O de la literatura, a poco que Oscar Wilde o Edgar Alan Poe hubiesen tratado de evitar que sus miserias terminasen por consumirles la vida?


Siempre he pensado que toda esta gente que llega tan alto, también los que no se han muerto jóvenes, es porque han logrado reunir, a veces por casualidad, en un mismo individuo el talento y la pasión, entendida esta última como la mezcla entre el amor por una cosa y la entrega. No creo que sin juntar esas cosas se llegue tan alto. Si Michael Jordan hubiese nacido en Kenia, por ejemplo, tal vez no llegaría nunca a ser recordado como el mejor jugador de la historia del baloncesto. O si el padre de Mozart hubiese sido un carpintero irlandés, en lugar de un maestro de capilla en la corte de un arzobispo austriaco, pues probablemente el chiquillo habría acabado pasando la garlopa sobre un tablón, en lugar de pintando con su genio las líneas de un pentagrama. El problema, es que muchas veces la genialidad se vuelve en contra de quiénes la poseen, seguramente porque gestionar tanta genialidad es casi más difícil que alcanzarla.
Llegados a este punto, pensaréis que aunque aún no tenía edad para morirse, incluir a Diego Armando Maradona, cuando ya no cumplía los sesenta, en este elenco de genios muertos prematuros, sea un poco exagerado. Pero aunque a algunos les cueste reconocerlo, si echamos la vista atrás y repasamos lo que ha sido su vida hasta ahora y justo después de dejar el deporte, este hombre llevaba casi tres décadas tratando de dilapidar toda la grandeza que atesoró durante sus años de deportista, y por eso no he dudado en meterlo dentro de este grupo de personas que dejan de iluminarnos con la estrella de la genialidad justo cuando la humanidad está empezando a disfrutar de su talento. Lo curioso de todo, y de ahí seguramente su grandeza, es que después de dejar el fútbol, por mucho que se empeñó en parecer siempre un ser grotesco, un completo boludo sumido en una vida calamitosa, rodeado de una desdicha que él mismo fue sembrando con el paso de los años, el tipo nunca bajó ni un solo centímetro del pedestal en el que sus paisanos argentinos lo fueron aupando con cada gol con los que el Pelusa los deleitaba cuando aún tenía capacidad para moverse por un terreno de juego. Es tan grande su estela, puede que la más grande de todas, que aunque falleció como talentoso cuando aún no tenía los cuarenta, ha logrado el perdón eterno. Y ahora, después de muerto, entre todos aunque en mayor medida los argentinos, lo hemos subido al cielo y lo hemos sentando a la derecha de ese Dios al que le quitó la mano en México, en el Mundial de Fútbol del 86 frente a Inglaterra.

Argentina es un país complicado, un tanto revuelto desde hace tiempo, casi como el nuestro. Pero ver estos días a miles de argentinos agolpados en las calles de su patria querida llorando la muerte de su ídolo, a pesar de la pandemia en la que estamos —aunque de esto prefiero no hablar mucho porque daría para otro artículo, uno muy largo y seguramente de los malos—, me ha hecho recordar lo grande que era Diego Armando Maradona. Y al mismo tiempo me ha entristecido pensar en lo que habría logrado si hubiese sido capaz de gestionar solo un poco su grandeza. Sí, Maradona fue un genio, pero no solamente un genio del deporte. Fue y será siempre un ídolo de masas, alguien capaz de hacer olvidar las diferencias, de hacer llorar de pura alegría y al mismo tiempo de tristeza, de unir a un pueblo entero alrededor de la misma hoguera, de vestir siempre el blanco de la pureza por mucho que se empeñase a veces de tirarse al charco de la miseria.
Como dijo Andrés Calamaro en su momento, «Maradona no es una persona cualquiera», y seguramente tenía razón. Por eso me ha parecido oportuno dedicarle estas líneas a modo de despedida, aunque reconozco que muchas veces me he enfadado viendo el reconocimiento que se le daba, a pesar del desastre de persona en el que se había convertido.
Diego, allí donde estés ahora, tómate un mate a nuestra salud, y mira a ver si consigues encontrar a alguno de estos jóvenes genios estúpidos que privaron al mundo de su talento antes de que fuese el momento para hacerlo. Si lo haces, si los encuentras, coge una silla y siéntate junto a ellos. Tú ya no eras tan joven, pero sin lugar a dudas hace mucho que te habías ganado un sitio a su lado por puro empeño.

Francisco Ajates.

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Una vacuna para la tristeza

Está claro que estamos faltos de buenas noticias.

Esto de la pandemia se ha alargado tanto, que hasta nos hemos acostumbrado a vivir con la idea machacante en la cabeza de que no quedan motivos para la alegría.

Ya ni siquiera nos acordamos cómo en marzo del año pasado nos metíamos en casa con el susto en el cuerpo por la anulación absoluta de las libertades ciudadanas. Aunque muchos lo hicimos con la idea de que un tiempo encerrados tampoco vendría mal para hacer algo así como un pit-stop, una parada temporal en nuestras vidas aceleradas; una oportunidad de pasar más tiempo con la familia, de volver a coger un libro, de pintar las paredes de casa, de retomar aquella serie abandonada hace tiempo… Esa primera quincena de confinamiento nos la tomamos como unas vacaciones obligadas, convencidos algunos de que en solo dos semanas, como nos hicieron pensar cuando nos encerraron, el virus acabaría pasando y para el verano ya sería poco más que el recuerdo de una cena mal digerida. Yo mismo, iluso, tardé casi dos meses después de aquel primer encierro en cancelar las vacaciones.

El problema fue que de quince días nanay de la china. Después de los primeros quince vinieron otros quince, y después otros más, y después otros, y otros… Y así, cuando nos quisimos dar cuenta, ya nos estábamos subiendo por las paredes. Cansados de aplaudir por las ventanas a unos sanitarios extenuados, viendo por la tele cómo en algunos sitios los ataúdes salían de los hospitales como si fuesen la sangre de un país que se moría desangrado por una herida que parecía no terminar de cerrarse nunca, y rezando los que tuvimos la suerte de no perder a ningún ser querido, ni el trabajo, porque aquello terminase pronto y el maremoto de desdicha pasase de largo sin lamentar más consecuencias.

Y con estas llegó el verano, y lejos de haber dominado la situación, decidimos poner una venda en la herida con la esperanza de que el torniquete financiero del turismo aplacase un poco el dolor, y quién sabe si en esos meses de bonanza climatológica y esparcimiento necesario, el virus terminase por aburrirse y largarse por sí solo a buscar otros incautos a los que infectar. Nada más lejos de la realidad, por mucho que pensáramos los astures que estábamos hechos de otra pasta, que nuestra piel de reconquistadores era casi impenetrable. Una vez más volvemos a estar en la más absoluta mierda, incluso peor. Porque claro, esto del virus no entiende de fronteras, y si antes llegó tarde al Principado, ahora ya está metido de lleno y de una forma o de otra acabará por pillarnos a todos. Solo tenemos que rezar, los que crean que eso ayuda, para que cuando nos toque cerca no seamos uno más de los que engordan las estadísticas de fallecidos. Y para que con las medidas higiénicas necesarias, logremos entre todos allanar la dichosa curva epidemiológica y así, el que se ponga enfermo tenga una cama libre de hospital en la que ser atendido.

Llegados a este punto, os estaréis preguntando para qué coño estoy escribiendo este artículo: «joder, ya está este otra vez con el dichoso coronavirus», dirán algunos de los que lo lean. Tenéis razón, parece que no hay nada más de lo que hablar en los últimos tiempos. Pero en este caso, he querido escribir estas líneas para la reflexión, porque después de lo que estamos escuchando durante la última semana, parece que por fin estamos cerca de despertar de esta pesadilla. Durante estos días y después de mucho tiempo, los noticiarios han abierto casi a diario con una buena noticia. Cuando parecía que no merecíamos volver a estar contentos, unos tipos de traje y corbata aparecen de repente y le gritan al mundo que tienen la solución para todos nuestros problemas. Por fin han hallado la vacuna, y en apenas unas semanas estarán repartiendo dicha por todos los rincones de la Tierra. Y claro, con lo faltos que estamos de alegrías, hemos abrazado la noticia con un ansia desmedida.

Bueno, pues aquí es donde yo he pensado en poner un punto y coma para la reflexión pausada. Estoy seguro al cien por cien de que esas vacunas funcionarán y de que en unos meses estaremos empezando a recuperar nuestras vidas. Y no me cabe ninguna duda de que nos lo merecemos. De que nos merecemos dejar atrás este tormento, aunque sorprendentemente parece que ya nos hemos acostumbrado a vivir en cautiverio, y notando día a día el riesgo del contagio cada vez más cerca. Pero de lo que también estoy seguro, es de que esta gente que sale en televisión con mensajes salvadores, para nada tiene cara de mesías. Pensad que cuentan sus dineros en el banco con diez cifras, y creedme si os digo que para ellos somos poco más que un puñado de muñecos de Playmobil que pueden manejar a su antojo; por ejemplo, haciendo que la bolsa suba o baje en función de sus discursos.

Estamos cerca, seguro, y puede que lo peor ya haya pasado, aunque ahora volvamos a tener los hospitales abarrotados. Pero aún nos queda un trecho, y entre todos tenemos que lograr que no sea demasiado largo y tortuoso. Pensad que conque una persona, solamente una, se salve gracias al trabajo colectivo, el esfuerzo habrá valido la pena. Y no solo me refiero a salvar la vida, eso sobretodo, sino también a salvar un puesto de trabajo. A evitar entre todos que mientras llega la vacuna, que repito, yo mismo la veo cerca, no engordemos además de las listas de enfermos las de aquellos que necesitan hacer cola en el Banco de Alimentos. Que, o mucho me equivoco, o estas Navidades va a ser enorme.

Llegados a este punto y para terminar, ya que lo he citado y ahora que ha comenzado la campaña, quiero aprovechar estas líneas para pediros que este año hagamos un esfuerzo un poco mayor para ayudar a esos muchos que no se pueden permitir pensar en una vacuna dentro de tres meses, porque su necesidad es mucho más cercana. Tiene que ser durísimo levantarse todas las mañanas pensando qué hacer para que ese día tus hijos, cuando termine la jornada, no se vayan a la cama con un agujero en el estómago. Por favor, no permitamos que el virus también acabe con eso que veníamos haciendo otros años por estas fechas. Tal vez no podamos dejar un par de paquetes de macarrones a la salida del supermercado, pero echemos a un lado la galbana solidaria y busquemos el método de poner nuestro granito de arena, por muy pequeño que nos parezca. Muchos granos pequeñitos hacen un desierto.

Estas próximas Navidades, que sin duda serán atípicas como lo está siendo todo el maldito 2020, intentemos entre todos ponerle una vacuna a la tristeza, antes incluso de que llegue la de la pandemia.

Francisco Ajates

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Definitivamente nos hemos vuelto majaretas

Esta mañana me he levantado de la cama y mientras desayunaba, me he puesto a leer en mi teléfono la edición digital de uno de los periódicos de tirada nacional, aunque llevo tiempo tratando de evitar hacerlo, por no empezar el día con más agotamiento que con el que me acostaba por las noches en una época anterior no tan lejana. Y entonces, así de sopetón y con el estómago aún vacío, me he topado de frente con un mapa de España pintado a colorines. Uno en el que un periodista trataba de explicar cómo las Comunidades Autónomas se reparten las medidas anti-Covid, en función del criterio del gobernante de turno y del gabinete de «expertos» del que se rodea en cada caso, si es que ese gabinete existe. Porque más bien parece que en la mayoría de las ocasiones no son más que un puñado de amigos jugando al tute en compañía de una botella de wiski que tiembla sus últimos tragos, repartiendo con los naipes las medidas, y esperando a que el azar les propicie un resultado favorable y consigan cantar las cuarenta con un par de figuras del palo que pinta. Esperan que así, sin quererlo, el nivel de infectados por el virus dibuje una curva de descenso, en lugar de seguir escalando hasta Dios sabe dónde, y nuestros ancianos dejen de morirse solos en hospitales con las UCIs abarrotadas.

Y es que de verdad que este asunto ya está empezando a darme miedo, y cada día que pasa, en lugar de sentirme protegido por la figura emblemática del Estado al que pertenecemos, estoy empezando a notar cómo me flojean las rodillas. Porque este galimatías al que nos han abocado no tiene ni pies ni cabeza: que si Asturias cierra las fronteras con el resto de España y pinta otras entre concejos, que si Aragón decide que a las once de la noche todos en casa, pero en los bares hasta las diez; Galicia por su parte afirma que de fronteras no sabe nada, pero las reuniones solo de cinco en lugar de seis personas como el resto; Madrid en cambio, como ahora todo va bien, con cerrar un par de días para que los madrileños no se vayan de puente ya es suficiente; y así, una por una podéis ir repasando las medidas y veréis que no hay dos Comunidades que lo hagan de la misma manera. Es de locos.

No sé cómo vamos a hacer para que esta gente se entere de que no puede ser que cada uno haga lo que le salga de las narices y trate de convencer a sus vecinos de que el criterio elegido es mejor que el del resto, apoyándose bien en la pandemia o bien en la economía, según le convenga para justificar sus decisiones. Y que después vaya improvisando en función de las opiniones que reciban de sus votantes. Esto es un cachondeo, y mirándolo con perspectiva, como he hecho yo esta mañana observando el mapa del periódico, da bastante vergüenza y hasta un poquito de pena. A ver quién tiene el valor de cruzar España ahora, aunque sea por trabajo claro está, sin incumplir alguna normativa local que termine si no en una multa, sí a buen seguro en una reprimenda de algún miembro de los cuerpos de seguridad del Estado que lo pille fuera del horario permitido, o cruzando alguna línea fronteriza marcada en rojo por el virus, mientras explica abochornado que simplemente está de paso, como si ese fuese motivo suficiente para exculpar su pena.

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Pero lo que me parece más triste es que, aunque nos cueste creerlo, o al menos reconocerlo, todos estos que han llegado a ocupar un alto cargo político son gente inteligente, independientemente del color con el que firmen sus leyes. Nadie llega a presidente de una comunidad sin tener un bagaje cultural más o menos denso, o una capacidad de hacer que la falta del mismo no se note, y eso sin duda es también un signo de inteligencia. Y si de algo estoy seguro, es que cuando varias personas inteligentes se sientan en una mesa a buscar la solución a un problema, por muy complicado que sea, siempre acaban sacando algo positivo. O por lo menos consiguen pintar un camino menos tortuoso que al que nos están conduciendo ahora con tanto desmadre de normas sin sentido. Pero nuestros políticos no son capaces. No son capaces de llegar nunca a un consenso ni siquiera en esto, cuando la mayoría de ellos, como tampoco nosotros, tienen ni la más remota idea de cómo ponerle freno a la pandemia.

Joder, ¿no será más fácil ir todos a una, como Fuenteovejuna, y si al final nos equivocamos, pues por lo menos lo habremos hecho juntos? ¿No será mejor dejar de marear al pueblo con normas aisladas e incomprensibles solo por ver si tengo más suerte que el de al lado, y si al final resulta que acierto, pues voy y me cuelgo una medalla? No sé ni cuantas veces lo he dicho ya, pero los españoles estamos hartos de tanta discordia, y si al final seguimos así, pues acabaremos como en marzo todos confinados y después sálvese quien pueda. Porque aunque no lo creamos, el que todos estemos en casa, aunque ayude a frenar a este maldito virus que no entiende de colores, tiene un precio altísimo que no sé si España será capaz de pagar algún día, y si no, que les pregunten a los hosteleros.

Ahora bien, tampoco descarguemos toda la responsabilidad en los políticos, porque ellos solo tienen la capacidad de hacer que la situación empeore, que ya es mucho. En todos nosotros recae la tarea de cumplir con las normas sanitarias, aunque alguna no nos guste. No debemos de caer en el error de pensar que este asunto no va con nosotros, porque si no lo hacemos bien, al final el contagio se convierte en una ruleta rusa, y si la bala no nos toca a nosotros, quizás lo haga a un familiar nuestro que termine aislado y entubado en la fría sala de un hospital, o Dios no lo quiera, engordando las listas de fallecidos por la Covid.

Francisco Ajates

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